viernes, 27 de agosto de 2010

Being Human 2 y la rutina sobrenatural

Una de las cosas que más atraen de la primera temporada de Being Human es la apuesta atrevida que el tercer canal de la BBC presenta en el multiexplotado terreno de lo sobrenatural. Las criaturas fantásticas aparecen despojadas de cualqueir rastro de glamour y misterio al que nos tienen acostumbrados las fábulas de lo oculto. Lo humanamente cotidiano, la normalidad que todos conocemos se convertía en lo raro, en un camino a la inversa en donde el estilo de vida mortal es el modelo a seguir y, no lo que pretende Bella Swan que va llorando por las esquinas para conseguir una piel gusiluz (hoy durante el concierto voy a olvidar esa pequeña desgracia que es tener a uno de mis grupos favoritos en todas las BSOs de Crepúsculo y en los agradecimientos de los infames libros...). La series finale, sin embargo, presagiaba un cambio de rumbo que se ha hecho efectivo en el segunda etapa, estrenada en enero de este año, pero que por su fugacidad británica de ocho episodios se hacía perfecta para devorar en estos meses de verano.

El giro en la trama se aleja de la premisa del principio y se vuelve más corriente, es decir, entra en la rutina de lo sobrenatural con un argumento de aroma clásico, en la que las armas de la religión se levantan para perseguir a la llamada creación del diablo. Me pregunto qué atisbo de Belzebú hay dentro del hombre lobro George o, más bien, en la fantasma Annie, sobre la que esta temporada ha reacaido la responsabilidad total de llevar un poco de sonrisas a la casa rosa de Bristol. Si dependiera de las vidas de dos compañeros de piso, seguro que el inmueble sería de color negro ataúd.

Aunque el arco de Annie tampoco carece de drama y, de hecho ha sido uno de los destaques de la temporada en cuanto ayuda a comprender el universo de la serie, son George y el vampiro Mitchell lo que deben tomar las decisiones más peligrosas con distinto resultado. El dilema de George entre recuperar a su novia, Nina, sacrificando lo que les hace diferentes, o pasar página, se antoja como lo más flojo u aburrido de todo el volumen, mientras que el nuevo cargo del chupasangre dentro de su comunidad y las constantes tensiones que ello provoca con sus deseos de pasar desapercibido ofrecen algunos de los mejores momentos con un personaje llevado al límite.

En concreto, el capítulo en el que la serie viaja al pasado y al origen de la abstinencia de Mitchell es el más sobresaliente de la temporada y sirve de descanso a la lenta construcción de una batalla final entre buenos y unos malos muy planos o con alguna que otra salida previsible. El lúgubre reverendo Kemp, a veces, resulta difícil de tomar en serio por un exceso de pose solemne y no se consigue conectar lo suficiente con la lucha moral de la Profesora Jaggat.

Aún así, el cliffhanger de rigor deja abierta una puerta, en primer lugar, a unos prometedores nuevos capítulos que pueden llevar a la serie a un plano más original que el que se nos ha mostrado esta vez, y en segundo, a la recuperación de ciertos elementos que funcionaron en la primera etapa. Todo ello para refrendar el éxito de una serie que ha cruzado ya el charco en forma de remake o reimaginación como le gusta llamarlo a SyFy.

viernes, 20 de agosto de 2010

Pilotando The Big C: El cáncer según Showtime

Showtime lo ha vuelto a hacer. Ha cogido un nombre para hundirlo cual semilla en la tierra y que, a partir de él brote una serie. Ahora que Marie Louise Parker se retira del tráfico de hierba fumable con Weeds, toca plantar otra presencia fuerte y carismática para unirla al jardín de Edie Falco, Michael C. Hall, David Duchovny, Toni Collette, Jonathan Rhys Meyers y la propia Parker. Y la elegida para capitanear The Big C, el último estreno del canal, no es otra que Laura Linney, secundaria de lujo y habitual del cine indie con actitudes actorales proporcionales a lo que cuesta una escena en una peli de Michael Bay. Ah, y tres nominaciones al Oscar incluida.

Con Cathy Jamison estamos ante otro de esos personajes genuinos del canal de cable, en uno de sus dramas-más-que-comedias encapsulados en 30 minutos, y con capacidad para fagocitar todo lo que se les ponga por delante si el guionista así lo desea. Ninguna novedad, por tanto, en este apartado, como tampoco la hay en su argumento, trilladísimo en la ficción, pero aterrador en la vida real. Una profesora, madre de familia de suburbio a la que le diagnostican un cáncer de piel y que decide cambiar su estilo de vida... O no.

Para empezar, Cathy lleva ocultando algún tiempo su verdadero estado de salud a sus próximos y se niega a tratarse. Como si no hubiera sucedido nada, acepta estoicamente que le queda un año de prestado ("Todos acabamos muriendo"). Pero, ¿se convierte en mejor persona gracias a ello? Ése es el juego al que nos invita a entrar la serie, que en este primer compás convierte la depresión en sarcasmo y diálogos ambiguos, de manera que construye un muro diferenciador respecto a las típicas historias sobre el 'gran C'. Además, también reclama su independencia frente con el resto de productos 'de actor' que fomenta Showtime. Mientras que Jackie, Dexter o Nancy se nos presentan desde el inicio con toda su complicación, con Cathy de momento lo que hay es normalidad y rutina. Demasiada.

El personaje parece aburrido a su marido, Paul, (Oliver Platt), a su hermano, Sean (John Benjamin Hickey), y a su hijo, Adam (Gabriel Basso). La tienen por alguien cumplidora de las normas y acomodada a lo políticamente correcto, pero Cathy, alentada por su nueva situación está dispuesta a demostrar que es más que eso, aunque ello signifique fingir su muerte para escarmentar al graciosillo de Adam, o dejar correr la sospecha de cuernos en la mente infantil de Paul en dos buenos ejemplos del humor negro y ácido que se asoma por esta producción. La protagonista, lejos aún de ser calificada como dual y bipolar, se encuentra en esa fase donde todo es posible sin que acabemos acertando en nuestra predicción.

Linney se da un festín en este episodio piloto. La actriz se vuelve metastática, alcanzando a todas y cada una de las escenas, pero es su versatilidad en el registro y el actractivo del personaje, lo que salvan un probable fracaso. Apostarlo todo a un protagonista absorbente es arriesgado y puede llegar a cansar (House), por ello, aunque el capítulo cumple con su cometido de forma brillante, los secundarios deben conseguir cuanto antes aumentar sus defensas. Más allá de la familia, a la que más les vale espabilar, interesa ver la interacción con su alumna Precious... digo Andrea (Gabourey Sidibe), el guapo doctor Miller (Reid Scott) y Marlene, la lúgubre vecina de enfrente a la que da vida Phyllis Somverville, por lo que puedan dar de sí en cuanto al secreto de Cathy.

The Big C debe aún ganarse el adjetivo de su título. ¿Lo logrará cuando finalicen los ocho episodios de esta primera temporada?

martes, 10 de agosto de 2010

Bipolares

¿Recordáis aquella frase tan sabia de "Las segundas partes nunca fueron buenas salvo las de Padrino y Star Wars"? En el mundo de las series suele ocurrir que las segundas temporadas mejoran la novedad que supone la primera (ahí están algunas de las joyas HBO y Showtime, mis adoradas Alias y BsG, How I met your mother antes de la caída... hasta, ejem, Grey's antes del consumo de sustancias) salvo ejemplos tan sonados en series de culto recientes como Lost y Heroes (sí, de culto a nuestro pesar), o Mujeres Desesperadas o True Blood en cuyos capítulos del segundo volumen se pasó de mostrar la típica reacción a qué rápido pasa el tiempo cuando se está entretenido a "¡¿Sólo llevo un cuarto de hora?!". Toda ficción en televisión, en mayor o menor grado, tiene su temporada más débil, y dentro de lo malo, si tiene que pasar, que pase al principio.

Pero he aquí, que últimamente ya ni hay que esperar al segundo año para que la comida empiece a repetir. Si una serie debuta con éxito inimaginado y copa las nominaciones de premios sin nisiquiera haber llegado a su season finale, el hiato largo en su programación regular es el reto a batir. Después del parón, una de dos: 1) todo sigue igual o mejor, o 2) se pierde la magia. Si es este último caso, se trata del síndrome de la segunda mitad de la primera temporada, que obliga a cuestionar cualquier entusiasmo o excitación inicial con una serie, con riesgo de parecer bipolares ante aquellos conocidos a los que estuvimos machacando con las bonanzas de tal estreno y, que, pasados unos meses, soportan nuestras críticas y bostezos al respecto. Este año ha pasado con Glee y Modern Family.

Las chicas de ByTheWay recopilan en este completo post los movimientos mediáticos que se han organizado alrededor de la serie de Ryan Murphy, que no son pocos, y hacen un poco de autocrítica acerca del fenómeno que se ha montado alrededor. Está claro que la culpa es de nostros, la audiencia, por alimentar al monstruo de las galletas, y se entiende, porque se trata de un producto con un potencial enorme para ello. Pero ciñéndose a lo que vemos en pantalla, la serie ha sido un tanto ingrata y no ha sabido devolver el 'hype' que se le dio durante esos meses de parón. La segunda parte de la temporada ha sido de altibajos con capítulos ideales para aquellas noches de insomnio, sobre todo los protagonizados por Kurt y la momia de Finn, y algún que otro que de tan moralizante destruye la mala leche y tontería que deberían primar en los guiones.

Sin embargo, los episodios dedicados a Madonna y Lady Gaga correspondieron con creces a la anticipación que se creó en torno a ellos y la season finale tiene sus momentos brillantes gracias a la siempre desaprovechada Quinn Fabray y la siempre genial Sue Sylvester. A estas alturas, sigo pensando que se dejaron la piel en el capítulo 13 'Sectionals', una pseudo finale en el fondo, creyendo que de allí no pasaba la broma, y se quedaron sin gas para sostener lo que se les vino encima después. Ahora que han tenido tiempo para digerir la marabunta y saben que tienen asugurados de entrada 22 episodios para desarrollar tramas, sólo queda esperar si el equipo de Murphy remonta el vuelo y corrija errores (hacer más inteligente a Finn no sirve, quitarlo de en medio, sí). Una vez que se estrenen los nuevos capítulos se podrá valorar bien si hacia falta o no una tercera temporada. Por lo pronto, con el regusto de lo ya visto, la decisión se pasa de prematura, pero quién sabe.

Echando la vista atrás, Modern Family partía con el título de mejor estreno junto con The Good Wife, que ahora se queda sola en ese podio. Y la culpa no la tiene sólo el Applegate que nos vendió el iPad como ningún dependiente por más que lo intentara, sino demasiado entusiasmo. Después del hiato, los episodios dejan de sorprender y su estructura se somete a un bucle de repetición, en el que la moraleja del final resulta demasiado evidente, los chistes del medio dejan de hacer gracia y pasa lo peor que le puede ocurrir a un episodio cómico: que se haga eterna

En general, personajes como Alex pasan muy de puntillas, mientras que el resto de esa parte de la familia, on mención especial a la madre, Claire, se vuelve cansina conforme pasan los capítulos. Los cameos de Edward Norton y Benjamin Bratt son puntos exóticos que ayudan a maquillar un poco el conjunto pero no bastan para olvidarse de las irregularidades de la segunda mitad de la temporada. Tampoco la season finale, que se quedó un tanto descafeinada después de un doble capítulo con viaje a Hawaii incluido que sí tuvo ese aroma a cierre en lugar del ambiente más convencional del verdadero último episodio.

Lo dicho. Las nominaciones y reconocimientos están ahí, pero esto es a veces como ver un partido del genial Roger Federer. Realiza una lección de tenis en los primeros compases del partido y luego se echa a dormir para frustración de sus fans que, al final, siempre recuerdan la mejor parte del lance. O sea, el principio.