miércoles, 18 de diciembre de 2013

Masters of Sex, lo importante no es el clímax

Esto es NSFU (Not Safe For Unseen). O sea, con spoilers que te quitarán las ganas si no has visto la temporada de debut de Masters of Sex.

Excitación.
Meseta.
Orgasmo.
Resolución.

Las cuatro fases por la que atraviesa una relación sexual no se diferencian demasiado de las etapas por las que transcurre el relato de una historia. En ambos casos, hay principio, nudo y desenlace, aunque el desenlace bien se podría desglosar en un clímax y un cierre. Y, curiosamente, a la hora de buscarles fallos al sexo y a los relatos siempre tendemos a atacar el final. Unas veces,  por apresurado; otras veces, por inexistente o falto de un epílogo. "Lo importante no es el final, sino la experiencia", dicen, pero, en ocasiones, la crítica también puede estar dirigida al estilo, a la habilidad con la que está elaborada la obra aun si cuenta con un punto álgido. Masters of Sex, la gran apuesta de Showtime para esta temporada y flamante nominada a dos Globos de Oro (mejor serie y actor en la categoría de drama), llega a un pico pero ¿logra dejar realmente satisfecho al personal?


La serie de Michelle Ashford engatusa con su pedigrí de historia basada en hechos reales, a la vez inspirada en el libro homónimo de Thomas Maier. La odisea del ginecólogo y obstetra William H. Masters (Michael Sheen, Fox contra Nixon, The Queen, especialista en 'biopics') y su ayudante, Virginia Johnson (Lizzy Caplan, True Blood, Party Down.., sí, la rara en Chicas Malas) en los Estados Unidos de los 50 para intentar desentrañar el funcionamiento de lo que entonces era un ultratabú: la respuesta sexual humana. Cosas como la a negación de la importancia del tamaño del pene, la existencia del multiorgasmo femenino, el papel clave del clítoris en el placer de la mujer, el establecimiento de las cuatro fases y algunas terapias para tratar disfunciones sexuales llevaron su sello pionero y levantaron más de una ceja en la encorsetada comunidad científica de la época. Con semejantes credenciales no es extraño que Showtime, el canal provocador por excelencia, diera luz verde al proyecto, pero Masters of Sex está lejos de considerarse una ficción sexy. Obviamente, hay carne para dar y vender, aunque marinada en electrocardiogramas, vibradores con alto riesgo de cortocircuito y un par de tipos tomando notas detrás de un cristal tintado. A primera vista, nada que pueda poner a las grandes masas...

En realidad, Ashford se escuda en la premisa del sexo como conocimiento para navegar por la contradictoria psique de sus dos protagonistas. Sheen ofrece una interpretación sensacional, absolutamente mimetizada con la atormentada y sociopática personalidad del doctor Masters, un tipo tan brillante como absorbido por su trabajo, frío e incapaz de mostar empatía alguna por su tan devota como ingenua mujer, Libby (Caitlin Fitzpatrick). Caplan, por su parte, irradia encanto como Johnson. Como cabría esperar es el contrapunto de Masters:  divorciada, madre de dos hijos, ex cantante en clubs de poca monta, sin títulos, pero con una ambición y don de gentes fuera de lo común aporta al estudio toda la sangre y sabiduría (vital) de las que el doctor carece. Una mujer de ésas que saben latín, vaya.

Si bien el guión es menos complaciente con las taras de Bill Masters, Ginny Johnson también dista de ser un personaje inmaculado si bien la sombra de fantasía feminista que proyecta invita a pensar lo contrario. Sus ramalazos egoístas con el doctor Haas (Nicholas D'Agosto, Heroes), pobre enamorado, son sólo una huída hacia adelante para evitar enfrentarse a sus propias fracturas. En sus diferencias, Bill y Ginny forman un tándem científico perfecto, y cumpliendo con las leyes de la atracción desarrollan una admiración y dependencia mutua que da paso a algo más complicado. Y aquí es cuando a la serie le entran las prisas por resolver. Las prisas... Nunca son buenas, ¡y más cuando ha sido renovada por una segunda entrega!


 Y éste es "Ulises".

Al parecer, Masters of Sex se toma bastantes licencias a la hora de retratar la relación entre Bill y Ginny, que no fue una unión romántica sino un efecto colateral del trabajo que desarrollaban, el verdadero objeto del afecto de ambos. La Johnson real fue en un principio contratada como compañera sexual para los experimentos por el propio Masters, al que nunca quiso. Aunque hubiera sido casi o tanto más fascinante explorar la complejidad ética de esta situación nada convencional, al final esto es ficción televisiva, y aquí Ashford optó por ajustarse a los cánones tradicionales de la tensión sexual no resuelta.  Los doce capítulos suben en intensidad poco a poco, jugando con miradas y silencios incómodos, empujando a Masters al precipicio, pero, en un momento concreto, pudieron las ansias por cumplir, y la 'season finale' se despide con cierto 'cliffhanger' que es justo lo contrario de lo que la ficción había venido desarrollando con esos dos hasta ese momento. De folletín y precoz.

Si la trama de Bill y Ginny se va abaratando a medida que pasan los episodios, las subtramas de los personajes secundarios crecen en interés y aquí es donde Masters of Sex triunfa en su propósito de poner el corazón abierto encima de tantas hojas de electrocardiograma. Conmovedor es el caso de Margaret Scully, la mujer del decano la facultad de Medicina, homosexual armarizado, con el que comparte no sólo una hija sino una profunda complicidad emocional que le hace plantearse si vale la pena repudiar a su marido por años de juventud robados y necesidades insatisfechas. Allison Janney (The West Wing) está sobresaliente en su papel acompañada por un Beau Bridges que vuelve a poner los pies en el gran drama.

Tampoco desmerece la guerra de guerrillas de la estirada doctora DePaul (Julianne Nicholson, Boardwalk Empire) contra el status quo y las miradas condescendientes de sus colegas masculinos, mientras lidia con sus propia dosis de desgracia personal. Incluso Libby, bajo esa capa de mujer de anuncio de Mister Proper, esconde una olla a presión repleta de sentimientos reprimidos que espero explote el año que viene.



La serie pinta al fresco de unos personajes que guardan ciertas expectativas sexuales en un período histórico concreto y cómo buscan vías de escape en cuanto se da el inevitable choque con la costumbre y la moral que, no lo olvidemos, también imponen sus propias expectativas. Esto es lo que le ocurre al promiscuo doctor Langham (Teddy Sears) que participa como sujeto en el estudio de Masters y Johnshon. Los sujetos, desde Langham a la secretaria Jane (Heléne Yorke)  utilizan  la excusa de "todo por la ciencia" para darle unas cuentas alegrías al cuerpo, pero ¿no es menos hipócrita invitar hoy en día a alguien a una copa con ese mismo objetivo en mente? No importa cuán progres nos creeamos con respecto al sexo, al final siempre acudimos a excusas culturales para echar un simple polvo. Sómosche así as persoas.

No menos contradictorio es el cambio de timón de Vivian, la volátil hija adolescente del decano Scully, que después de mostrar un apetito desbocado se vuelve de repente muy pía en cuanto Haas le propone matrimonio. Para mí, no es tanto el intento de forzar una supuesta superioridad moral moderna en el libreto como el de mostrar los efectos de una moral religiosa mal asimilada (por mal inculcada, seguro) por alguien que aún es poco maduro. Normal que le salga humo por las orejas a la muchacha. Y  también aquí la lectura vuelve a ser de rabiosa actualidad; que levante la mano quien no haya conocido recientemente a algún pío o pía que, incluso a sus treintaytantos, ve el matrimonio como una mera redención a sus hábitos prenupciales.

Pese a la precipitación en acercar el vínculo entre sus dos protagonistas, Masters of Sex compensa con creces cuando saca a la palestra tantos callejones sin salida humanos. Eso bien vale otro revolcón.

jueves, 8 de agosto de 2013

Orange is The New Black te encierra y no te deja salir


Cuando una de esas gripes cabronas en conjura con ventiladores y aires acondicionados me pillan (como todos los años) en pleno verano, pocas opciones me quedan más que acudir a los sobres de Frenadol e ingerir cantidades indecentes de kiwis y, sobre todo, de zumo de naranja. Así estaba a mediados de julio, esperando el día en que iba a cambiar por fin de fruta, cuando llegó Netflix con un nuevo cargamento de naranjas y no sólo alargó la dieta sino que me volvió adicta y, encima, me obligó a recomendarlas. Orange is The New Black se llama la variedad diabólica cultivada por Jenji Kohan, persona que de producir vicios sabe mucho ya que también es la responsable de la MILF, esa clase de maría más conocida por su título oficial: Weeds.

Eso sí, Showtime nunca fue un distribuidor tan agresivo como Netflix, que gusta de colocar toda su mercancía en el escaparate y allá que se las arregle el espectador como señoras jubiladas en plenas rebajas. El famoso servicio de vídeo-on-demand ya colgó sendos trece episodios de House of Cards, Hemlock Grove y del comentado regreso de Arrested Development para que cada uno decidiera cómo organizar su visionado, ya sea siguiendo la disciplina habitual de un capítulo por semana/día, o maratonear como si no hubiera mañana. La libertad absoluta dentro de la legalidad. Pero no ha sido hasta que Kohan entró en escena con Orange is The New Black cuando la gente empezó a  decir 'binge-watching' como si fuera el nuevo maratonear. Y, si eres capaz de hacer que los seriéfilos usen un extranjerismo en lugar de una de las pocas palabras castizas que no pierden fuerza en la traducción, es que has tocado muchas fibras, o te has presentado con la ficción del verano... o del año.

Como las naranjas, Orange is The New Black puede resultar ácida y dulce a partes iguales. Así lo dicta su naturaleza de exquisita dramedia y las particularidades de su argumento, basado en las memorias carcelarias de Piper Kerman, ejemplo de joven WASP educada en un centro exclusivo que acabó con sus huesos en chirona durante quince meses por un delito de tráfico de drogas que cometió diez años antes. Al igual que su álter ego en la vida real, la rubia y neoyorquina Piper Chapman (Taylor Schilling, Mercy) ve cómo su combo perfecto de prometido fiel, por un lado, y negocio ecofriendly de jabones con mejor amiga, por otro, se pone en suspenso a consecuencia de su vida anterior; días trufados de crisis postuniversitaria y búsqueda constante de adrenalina que le llevaron a liarse con la traficante de un cartel internacional de nombre Alex Vause con la que viajó por todo el mundo a cuerpo de reina. Aquí se puede decir que acaban los parecidos entre el viaje de Kerman y el de Chapman.



La prisión federal de Litchfield (NY) se convierte en un auténtico universo secreto  en el que Kohan despliega con absoluta maestría la mejor paleta de personajes femeninos que se puede ver actualmente en televisión. Mujeres de todos los orígenes, alturas, razas, orientaciones sexuales y géneros (Shonda Rhimes, esto sí es saber hacer 'personajes cuota', no lo tuyo), cada una con su particular historia de malas decisiones que las puso entrerrejas, pero no por ello con menos cualidades redentoras.  Mujeres de carne y hueso, con ilusiones, con días en los que caen simpáticas, y otros en los que no, y no se disculpan por ello. Si bien el centro de gravedad de la serie se encuentra en Chapman, que aprende a marchas forzadas el código de su nuevo hogar,  cada capítulo revisita la vida precárcel de una de las reclusas a golpe de breves pero efectivos 'flashbacks' que hacen que se nos quede grabado quiénes son pesar del efecto uniformador del mono beige y del generoso número de personajes de los que estamos hablando. Incluso los vigilantes de la prisión, hombres en su mayoría, están cuidados al detalle ya que cuentan con vergüenzas propias que los humanizan y acercan a aquellas a las que están custodiando, si bien el retrato roza la caricatura en algunos momentos como ocurre en el caso  George ‘Pornstasche’ Méndez (Pablo Schrieber, The Wire, Weeds), un villano de tebeo hasta que deja de serlo. No caben los prejuicios en Orange is The New Black, y si los hay, se esfuman con las misma facilidad con la que Red (Kate Mulgrew, Star Trek: Voyager), la dura encargada de cocina rusa, deja sin plato a Chapman.

El guión desgrana, sin remilgos y con un humor macarra a ritmo de incontables frases para el recuerdo (“I threw my pie for you”) y referencias cuturales (“This isn’t Oz”), los típicos tópicos carcelarios oscilando de lo crudo y aterrador a lo conmovedor y patéticamente divertido en cuestión de segundos. La cárcel es un lugar hostil, pero en el que al mismo tiempo se pueden encontrar fugaces instantes felicidad, y también de apoyo. Porque de eso van en el fondo  las tribus raciales que Morello (Yael Stone) señala el episodio piloto; de tener a alguien que te defienda cuando lo necesitas y de tener un hombro en el que llorar las penas. Sin el grupo, nadie es nadie ahí adentro, y en ciertos casos tampoco lo es fuera. En este sentido, la sólida amistad de Poussey (Samira Wiley) y Taystee (Danielle Brooks) destaca sobre la gran variedad de vínculos (sexuales, de protección, de familia) establecidos entre las internas, ya que refleja como nada esa realidad para muchos ex convictos en la que los muros dejan de ser sinónimo de opresión para convertirse en la única salida posible.



Chapman ingresa en Litchfield  con su mentalidad de niña bien, pensando que si se mantiene al margen, podrá volver a su vida de catálogo como si tal cosa, pero no podrá evitar verse arrastrada por sus nuevas circunstancias. Es un auténtico regalo ver cómo el personaje sufre una evolución hacia atrás, que no involución. La cárcel la obliga a enfrentarse y reconciliarse con su pasado, con esa parte de sí misma mucho menos prefabricada, que ella cree haber cortado de raíz pero que ahora vuelve para tentarla. Los ataques de egoísmo y las huidas hacia delante de Piper no son más que el resultado de su propio miedo a no ser ella misma ahí dentro y, a la vez, serlo, como confiesa en el sensacional episodio “Bora, Bora” (1x10) que sirve de coda al punto de inflexión de “Fucksgiving” (1x09).

Larry Bloom, el prometido, y Alex, la traficante caída en desgracia, se perfilan como las víctimas inmediatas de los caprichos de Piper, aunque con matices. El primero, interpretado por un Jason Biggs  incapaz de dejar atrás American Pie (es más, hay un par referencia a Jim Levenstein dentro de la propia serie) es un dechado de mohínes y pucheros que supuestamente debería servir de fuerte bisagra entre Piper y el mundo real, pero pasa por la serie sin crear ningún dilema al espectador y, lo que es más importante, empatía o hasta pena. Supongo que el hecho de que sea un escritor mantenido por sus padres tampoco ayuda… No sé hasta que punto los guionistas buscaban a consciencia el contraste con Alex, ese volcán de carisma y presencia arrolladores al que Laura Prepon (la Donna de That ‘70s Show) aporta voz y altura, pero con Larry se han pasado de frenada en lo que quizá sea el punto más claramente criticable de la serie.  La chica mala sólo tiene que ajustarse las gafas de pasta para mostrar su lado vulnerable y hacer que nos olvidemos de que también es una perra manipuladora, mientras que Larry, el chico bueno, resulta ser un badanas quejica el 99% del tiempo que aparece en pantalla.

Tal y como ya pasaba en los mejores años de Weeds, Orange is The New Black no podía cerrar su magnífica temporada de debut sin el correspondiente 'cliffhanger' de desquiciadas proporciones que le viene a dar la puntilla a unos episodios que cuesta no comer a bocados y que te roban la capacidad de ver otra cosa.  En Netflix ya sabían que la fruta era de calidad y por eso se afanaron en encargar una segunda remesa de naranjas incluso antes de que la primera se estrenara. Y en ésas nos hemos quedado: con doce meses por delante para saciar la sed como sea. Y con Regina Spektor.

jueves, 27 de junio de 2013

The Borgias, o el final interruptus de Neil Jordan

Incesto consumado, final interruptus. Ése es el legado que deja Neil Jordan tras tres temporadas de The Borgias en Showtime. ¿Qué pasó entremedias? Falta de material suficiente para alimentar una cuarta entrega y la negativa del canal, por razones de presupuesto, a una TV movie que sirviera de auténtico cierre para las fechorías del papa Alejandro VI y su profena familia. Nos hemos quedado con las ganas de ver a Rodrigo arder de verdad en el infierno como había prometido el showrunner irlandés y, en cambio, nos despedimos con unos diez episodios que componen una sinfonía de reconciliación padre-hijo al más puro estilo Borgia, ergo, saturada de pasión, pecado, astucia y sangre.

Con su hermano Juan fuera del mapa, el inteligente Cesare ha dado rienda suelta sus ambiciones y demonios hasta convertirse en el príncipe renancentista que inspiró la obra de Maquiavelo, pero por el camino también ha tenido que demostrarle a su no tan Santo Padre muchas cosas hasta que finalmente accede a darle el mando. Porque, parejo a su ascenso como caudillo, el viaje de Cesare siempre consistió en ganarse la admiracion de un Rodrigo que veía demasiado de sí mismo -de esa insaciable hambre de poder que le da vida y lo mata al mismo tiempo- en su segundo hijo. The Borgias no es más que la transfiguración de Cesare en lo que el Papa secretamente sabe que él mismo siempre ha sido pero nunca se atrevió a convertirse. Para el joven Borgia el rojo de la túnica cardenalicia que vestía al principio de la serie no era un símbolo de una posición acomodada sino un constante recordatorio de que si quería hacer grandes cosas debía hacer que ese rojo fuera real aunque manchara.

Por encima de las rajaduras de cuello, las frases lapidarias, las bacanales bien montadas de Giulia Farnese y los memorables polvazos gays de Micheletto, la serie queda como un retrato de la unidad familiar en clave de thriller. Odiada por todos los grandes apellidos de Italia, esos catalanes, españoles (o lo que cuadrara en los alocados guiones), han demostrado un amor por el blasón del toro por encima de lo imaginable aunque, claro, los extremos a veces llevan a hacer cosas que ni todos los ducados del mundo en año jubilar (hilarante el capítulo del mercadeo de reliquias y perdones)  pueden ayudar a expiar. Y, de nuevo, el eje de los límites se encuentra en el fraticida Cesare que, como ya se atisbaba, acabó por meterse debajo de las sábanas con su hermana, Lucrezia, en uno de los momentos cumbre de la temporada.

"Somos españoles. Nos abrazamos. ¿Dónde está el escándalo?"

Aunque el personaje no lleve el peso de las grandes tramas, Lucrezia Borgia es el caramelo de la serie y ha vuelto a dejar patente porqué. Su capacidad para la maquinación y para encandilar a peleles del tipo de Alfonso de Aragón (y a su hermano, de paso), que ha ido cultivando a lo largo de las dos pasadas temporadas, se han desplegado por completo en esta tercera entrega, pero no sólo eso, sino que también se ha doctorado en el arte de proteger a su casa. Lucrezia preparando potingues para salvar del envenenamiento a su padre y sus tratos con una bruja napolitana para dormir a sus captores son escenas que no pueden pasar desapercibidas.

La máxima de "Sólo un Borgia  puede amar de verdad a un Borgia" también se aplica a Lucrezia y a su hijo bastardo, causa de muerte de tíos y reyes que intentaron matar o despreciaron al pobre bebé... Los atentandos al pequeño Giovanni han sido un tema recurrente desde que nació, pero nunca antes se habían aprovechado para fomentar una impagable alianza de la Borgia con el fascinante Micheletto, que, de forma retorcida, ha dejado ver que tiene su corazoncito y odia cuando a las madres las separan de sus hijos.

El asesino de cabecera de Cesare ha sido otra de las gratas sorpresas que nos deja esta temporada final. Impactante fue verlo desmoronarse ante el descubrimiento de que su amante era un espía al servicio de la dupla Federico de Nápoles-Caterina Sforza alias "La Tigresa de Forli" que tan arduamente se habían afanado en destrozar al Papa y a su familia. La fidelidad inquebrantable de la sombra de Cesare se esfuma física y emocionalmente en cuanto cumple la última orden de su jefe y le corta las venas a su enamorado.

 "Jesús debe de querernos, Cesare Borgia"

Este volumen ha llevado a todos los personajes al límite de sus fuerzas, y eso también incluye a los relativos "malos" de la función. La caída de la Sforza, la gran villana de la serie, no podía ser sino espectacular. A pesar de todos sus brillantes planes maestros para resistir los embites de los Borgia, la némesis perfecta de Cesare acaba arruinada, sola y literalmente enjaulada en la más humillante de las derrotas. Pero si Jordan y compañía no pierden detalle a la hora de contarnos la caída en desgracia de la de Forli, pecan de resolutivos a la hora de deshacerse del cardenal Della Rovere, cuyo destino quedará para siempre como un enorme interrogante... a menos que nos paseemos por la Wikipedia, o ya vengamos con la lección de Historia aprendida.

Dijo Jeremy Irons durante el rodaje del último episodio que sentía que "había llegado el final de algo" y Jordan y Showtime se tomaron las palabras de actor  a pies juntillas a la vista de ese final insatisfactorio según el prisma bajo el que se observe. Como despedida de temporada es todo lo que un espectador dedicado de The Borgias puede esperar y desear, pero como series finale está a la altura del timo del sudario que llora sangre de la Sforza.  La última hora de la serie promete pero no remata; culmina en un clímax al que no le sigue ningún minirevolcón en la cama (llámese TV movie o epílogo) para recuperarse del subidón.

La familia dice adiós victoriosa y más rocosa que nunca, pero se supone que los espectadores no debíamos imaginarnos cuál era ese juicio final al que estaban llamados a asistir, sino presenciarlo.


 Dedicado a los ilustres miembros del cónclave twittero y borgianos de pro @Fhilippos @javilost y @AgenteUrbit  :)

jueves, 9 de mayo de 2013

Las alianzas de Alicia

Si alguna vez me imputaron por soltar spoilers, ahora escribo esta advertencia para hablar de la cuarta temporada de The Good Wife y me desimputo yo sola.

Al matrimonio King le gustan las puertas. Mucho. La pasada temporada ya abrieron una, y ahora vuelven a hacerlo con otra. Así van pasando las temporadas en Lockhart & Gardner: personajes entrando y saliendo, ya sea de casa, del despacho, del bufete o del juzgado. Y cada vez con más papeles en el maletín, con más pruebas que los incriminan por errores pasados, o que los empujan a decidir a quién sacrificar para poder seguir adelante. The Good Wife es, ante todo, bagajes que se cargan a cuestas y umbrales que no paran de cruzarse. Algunas de las puertas por las que pasan los personajes podrán convecer más que otras, pero todas acaban dando siempre al mismo mismo patio, el de la excelencia que vertebra todos y cada uno de los guiones del mejor drama que puede saborearse (con gula) en una 'network' en la actualidad.

A Kalinda el peso de sus papeles casi le cuesta el tipo al principio de esta tanda de 22 episodios. Ella quería mantener cerrada la puerta de casa ante la inminente llegada de su marido Nick (Marc Warren, Mad Dogs), ése del que había logrado escapar años atrás. Por fin, los espectadores íbamos a tener un pedazo más del pasado de la investigadora, pero lo que finalmente se pudo ver de esta subtrama estuvo por debajo de las expectativas que se habían creado en torno a ella. ¿Una pequeña mácula dentro de la impecable hoja de servicios de la serie? Lo es, pero los guionistas supieron  enderezar el rumbo a tiempo antes de seguir sumergiendo a Kalinda en una idea que, aun siendo buena, la diluía conforme pasaban los capítulos. La dinámica entre los dos personajes era tóxica y bizarra, pero el problema no era ése, sino que en un esfuerzo por seguir manteniendo un halo de misterio alrededor de la investigadora, tampoco quedaban claras las motivaciones que la ataban a Nick. Quizá Kalinda sea uno de esos caracteres que mejor funcionan cuanto más a la sombra están y, sólo levantan la voz para pedir subidas de sueldo a los jefes previa amenaza de marcha, o para sonscarle un dato a un testigo.

De Alicia Florrick sabíamos que no era tan "santa", como la definen irónicamente sus compañeros asociados de cuarto año, pero tampoco tan perra, como podría dar a entender su decisión de aceptar la propuesta de Diane y Will y convertirse en la nueva socia del bufete traicionando a los demás conspiradores. La guerra de guerrillas que se ha mantenido en Lockhart & Gardner y sus empleados esta temporada ha sido una bofetada a mano abierta a quienes pensábamos que tras el regreso de Cary tras su paso por la Fiscalía del Distrito todo iba a ser vino y rosas por esos lares. Y, por supuesto, Alicia está en el centro de todas las intrigas con un pie en ambos bandos. Al final, acaba espantada en tiempo récord de los chanchullos de Will,  Diane y del matonismo de David Lee, y se asocia profesionalmente con su rival moral desde el principio de la serie, Cary, el currito que tenía tantos méritos como ella, o más, antes de que Will le diera la patada para elegir a Alicia durante el primer año. He ahí "los nuevos Will y Diane" de Florrick y Agos.

Pero el hecho de que que Cary se haya presentado en la umbral de su casa también obedece a la propia necesidad de Alicia distanciarse de su jefe, ahora que la tentación ha vuelto a hacer acto de presencia justo cuando Peter Florrick parecía haberse redimido por completo de sus demonios disfrazados de prostitutas y corrupción. Si en algo son maestros los King es en reflejar el peso de la conciencia de Alicia, capaz de dejarse llevar por los impulsos del momento para luego recogerse y calibrar sus acciones, y viceversa de machacarse el seso hasta que escoge aunque siempre con el retrovisor puesto. Las diatribas de una mujer de palabra, un poco chapada a la antigua, en un mundo en donde las palabras o bien se desvanecen o se manipulan. En este sentido, el contraste entre Alicia y su madre Veronica (una Stockard Channing genial) es espectacular: frente a una madre de vuelta de todo, hedonista, que la anima (como el 90% de la audiencia) a que deje tirado a Peter en la cuneta para irse con Will está la hija que se atiene a sus promesas. Planteamiento reaccionario o no, lo cierto es que Alicia, como le dice su madre, nunca ha sabido dejar pasar las cosas, y ahí está el origen de sus constantes tormentos.



Será interesante ver cómo se despliega el próximo curso el juego de favores que entre la nueva firma Gardner & ¿Lee? y la Administración del recién elegido gobernador de Illinois Florrick, ahora que le ha puesto un despacho en el Tribunal Supremo a Diane. Pero las deudas no terminan aquí.  El suspense se mantuvo hasta los últimos minutos de la frenética 'season finale' ("What's in the box?", 4x22) para confirmar que Peter seguía con sus métodos sucios amañando las elecciones contra su némesis, Mike Kresteva, un Mathew Perry que ha abanderado esta año la estelar y larga nómina de actores y personajes recurrentes de la serie. Will con su silencio ante lo que acababa de descubrir se asegura cierto respeto por parte de Peter pero, a la vez, se encuentra en una posición incómoda, por un lado, con su colega del alma Diane, que se hundiría con Peter si este cayese en desgracia; y, por otro, también con Alicia, ya que tiene en su mano una bomba de relojería que pondría punto final a su vínculo con Peter... Sobre todo, después de que Alicia por fin accediera a los deseos de un Eli más apagado de lo normal durante esta temporada (impagable, eso sí, su dupla cliente-abogado con la hilarante Elsbeth Tascioni) y utilizara su situación familiar para darle un rapapolvo televisivo a Kresteva.

Los King han esperado a este año para dictar sentencia con un rotundo 'game changer' que ha desplazado todas las piezas del tablero hacia posiciones totalmente desconocidas para los espectadores de The Good Wife. Con la quinta entrega ya asegurada por la CBS, nuevas puertas esperan a ser abiertas y otros papeles, recogidos, pero la emoción seguirá siendo la misma.

lunes, 25 de marzo de 2013

Girls y el envasado al vacío

ATENCIÓN: Algún que otro spoiler de la segunda temporada de Girls.

Cuando miro los diez episodios que forman la segunda temporada de Girls pienso en un chorizo ibérico envasado al vacío. Esencialmente es el mismo; mismo sabor y olor pero sin ese moho característico que indica que el tiempo ha pasado por él y le ha afectado de algún modo. Hasta el 'hype' que acumuló la serie el año pasado sigue intacto. Pero la falta de moho, de oxidación y, en definitiva, de evolución, ha pesado como una losa a la serie de la HBO, flamante ganadora de dos Globos de Oro a la Mejor Serie de Comedia o Musical  y a la Mejor Actriz en esta misma categoría.

Los cuatro protagonistas de Girls, Hannah (Lena Dunham), Marnie (Allison Williams), Jessa (Jemima Krike) y Shoshanna (Zosia Mamet) han regresado, con sus más y sus menos,  al mismo punto de salida en el que se encontraban en el episodio piloto a costa de perder esa frescura que encadilara en el primer volumen. Si bien la pluma de Dunham (más de la de Jenni Konner y Judd Apatow) se ha esforzado en reflejar con ahínco y naturalismo males tan humanos como la ceguera mental y el tropezar dos veces con la misma piedra (en consecuencia, los personajes han vuelto a meter la cabeza en la tierra cual avestruces), lo cierto es que la vida en las ficciones para televisión trascurre a un ritmo mucho, mucho más rápido que fuera de la pantalla (ya es decir) y no permite semejantes licencias de involución en los personajes que habitan la historia... Sobre todo en la segunda temporada, por favor. Ojo, que tampoco es cuestión de hacer que todos sus problemas se resuelvan de la noche a la mañana, pero es que estos personajes de carne y hueso todavía no saben lo que es andar dos pasos hacia delante hasta encontrarse el siguiente pedazo de caca que ensucie sus vidas. Y todo esto se traduce en puro estancamiento narrativo.

Por eso mismo todos los intentos de Dunham de emporcar las circunstancias de su ya muy patética Hannah se antojan acumulativos, faltos de efecto y hasta tópicos. El Trastorno Compulsivo Obsesivo (TOC) que le brota al personaje a partir de 'It's back' ( 2x08), ¿qué aporta al desastroso viaje de Hannah que no sepamos ya aparte de las tomas de tics faciales de Dunham? Por no hablar de la raquítica introducción de todo este panorama en los guiones previos, que me recordó a la 'chusquez' de como se presentó la esquizofrenia de Effy en Skins. Hay que remontarse a la discusión de Marnie y Hannah en el episodio nueve de la primera temporada ('Leave Me Alone') para encontrar una velada referencia al trastorno de Hannah que en su día podría pasar perfectamente como un secreto sexual vergonzoso de instituto (como el que puede tener cualquiera) que la amiga, muy cabrona, está utilizando como arma arrojadiza.

Lo interesante y provocador en Hannah era ver a una veinteañera petarda en todo su esplendor, sin otros responsables de sus miserias que su ego y victimismo impenintente. Ahora, todo este planteamiento anterior adquiere por fuerza un aura distinta que despoja al personaje de una gran parte de su responsabilidad para desplazarla a un agente, el trastorno, que está por encima del propio personaje  y que, paradójicamente, lo aleja de cualquier frontera de empatía con el espectador. Sé que otros se han sentido conmovidos por este ejercicio de 'deus ex machina', como observa uno de los críticos del HuffPost, pero mis emociones siguen en la Antártida junto con las del ex-yonki Laird,  dueño, por cierto, de una de las grandes citas de la serie hasta el momento:

- "You know what, Hannah?  You are the most self-involved, presumptious person I ever met. Ever. I had feelings for you, sure, until I realised how rotten your insides are"

- "You serious?"

Total, tanto rollo y sexo 'pingponiano' con Patrick Wilson incluido, para dejarlo todo como estaba y poner de nuevo a Hannah (literalmente) en brazos de Adam (Adam Driver). Sí, el mismo tío al que había mandado una noche al calabozo, pero al que ahora llama para montar una parodia 'seria' de las comedias románticas en la season finale.



Y si las nuevas piedras en el bagaje de Hannah ya se antojaban excesivas (porque parece no haber más huecos dentro de la diana al que apuntar que al suyo), en contraste tenemos a Marnie. A ésta se le aplica su dosis necesaria de cera durante unos cuantos capítulos para después liberarla  mágica, aunque momentáneamente, de sus cuitas haciéndola volver con su ex, enamorado e iluso Charlie (Chris Abbott), al que vuelve a "querer" desde que tiene unos billetes de sobra en el bolsillo (¿Huelo una tendencia masoca/pelele en los hombres de la serie?). Si había un personaje con potencial para ser emporcado y explorado ése era, es y será la niña bien Marnie; otro daño colateral del gigantismo protagónico del rol interpretado por Dunham que ya se adivinaba en la temporada de debut, pero que aquí ha alcanzado proporciones bíblicas gracias al embarazo de Jemima Kirk. Excusa ideal para mandar a Jessa de viaje en búsqueda de sí misma otra vez, aunque eso no evitó disfrutar de uno de los pocos momentos genuinos de amistad de esta temporada: la escena de Oasis, la bañera y el moco después del divorcio exprés de la británica, y todo el episodio Video Games (2x09). Por que esa es otra: la amistad de las cuatro protagonistas continúa resquebrajada y sin perspectivas de ninguna mejoría. Hannah no terminará ni el primer párrafo de su e-book pero no se equivocó escribiendo la primera frase: "A friendship between college girls is grander and more dramatic than any other romance..."  Otra cosa es que los avatares de este drama se hayan desarrollado satisfactoriamente, que va a ser que no.

Parece que lo mejor de esta temporada ha llegado en las pequeñas cápsulas, lugares al que están confinados Shoshanna y su novio Ray (Alex Karpovsky). Una auténtica paradoja que el personaje más caricaturesco y pánfilo de Girls haya sido el que haya dado el golpe sobre la mesa y añadir una dosis de dinamismo al asunto, dando razones a Ray aka "Alma oscura", sumido en la desidia y la autocompasión,  para que espabile de una vez por todas a sus 30 y pico años.

Sólo queda esperar que Dunham le quite el plástico al embutido en la tercera temporada. Ya toca.

martes, 22 de enero de 2013

Fringe 5, o el drama familiar de ciencia-ficción

ALERTA SPOILERS: Si te atreves a leer la entrada sin haber visto la series finale de Fringe (FOX, 2008-2013), ya no hay tutía, ni reválida posible.

Pocas series pueden presumir de haber salido ilesa de mil batallas como Fringe pero, algún día, como le ocurre a todo buen soldado, tenía que llegar la retirada del frente. Y se ha ido con la cabeza más alta que baja, a pesar de todos los dimes y diretes creativos por los que esta ficción de la factoría de J.J. Abrams ha pasado en los dos últimos años. Un tiempo, además, marcado por las constantes amenazas de cancelación que una Resistencia, en forma de fandom entregado, ha ayudado a mitigar con un plan y método que ni el de William Bell y Walter Bishop en sus experimentos con el cortexiphan.

Tras una cuarta temporada decepcionante (en el que esa reescritura del tiempo sin Peter Bishop y la vuelta al esquema procedimental de la primera etapa no terminaron de cuajar), Joel Wyman y su equipo de guionistas pidieron, tulipán blanco en mano, un voto de fe a la la audiencia durante trece episodios más para darle a la serie un final a la altura de sus personajes. Después de todo, la familia Bishop y sus allegados son la verdadera piedra angular que ha justificado que Fringe se despida con un centenar de capítulos a sus espaldas; no así su mitología, que ha ido replegándose progresivamente para expandirse sólo en cuestiones clave, como la de los Observadores. Y la sensación final es, si bien no perfecto, la de un cierre digno y bastante coherente con  lo que habíamos visto en todo nuestro periplo a bordo de la serie.

Ya vimos pistas de lo que estaba guardándose en la nevera en ese episodio de alto riesgo llamado 'Letters of Transit' (4x19), donde se nos presentaba un mundo orwelliano presa de los calvorotas en 2036, y en el que la hija huérfana de Peter y Olivia (me niego a que un nombre tan feo aparezca en este blog) se dedicaba a combatirlos en la sombra alentaba por el recuerdo de sus padres y el resto de la División Fringe. Todo pudo haberse truncado ahí si la serie no hubiera sido renovada; después habríamos dicho adiós viendo cómo una Olivia ya embarazada se deshacía para siempre de David Robert Jones, pero sabiendo que la felicidad no le iba a durar demasiado. Cruel epílogo hubiera sido ése. Hasta ese momento, los Observadores habían permanecido como uno de los mayores misterios de la producción, unas figuras en apariencia neutrales que, sin embargo, ahora se presentaban como unos seres despiadados y totalitarios. Pero permanecían las preguntas basicas acerca de ellos: ¿de dónde venían? y ¿por qué eran como eran?

Aun sin haber entrado en demasiado detalles sobre la naturaleza de los Observadores hasta sus últimos compases (tal y como apunta Mo Ryan en su reseña), la quinta temporada ha respondido a esas interrogantes a la vez que ha llevado a sus personajes al límite de sus emociones. Así, se potencian más que nunca esas complicadas relaciones paterno-filiales que llevan poblando el universo Abrams desde Alias, en donde todo entendimiento parece perdido por un bienentencionado, aunque moralmente reprobable, acto de amor pasado del progenitor para con sus hijos que los acaba marcando sin remedio en la edad adulta. Walter Bishop y Jack Bristow, cada uno en su parcela y magnitud, cada uno con sus demonios, cruzaron la línea para salvar a Peter y Sydney, respectivamente, y luego se las vieron y desearon para lograr su expiación aun si esto significara separarse de lo que más querían cuando había llegado el momento.

 Lo que ocurre cuando te pasas 21 años sin limpiar tu casa... Telerañas party.

Muchas veces hablo de lo que Fringe le debe a la serie de espías, pero es que hasta comparten habilidades reptilianas en lo que a sobrevivir a reseteos de la historia se refiere. Han podido gustar más o menos esos cambios, y se puede criticar la manera en que se han ejecutado, pero son una demostración de que si los personajes son los suficientemente sólidos en su fondo pueden estar por encima de cualquier mudanza de forma, escenario o tono a la que se someta a la historia (ahí están todas las adaptaciones modernas de clásicos). Y lo mismo pasa con el concepto de la ficción que,  cuando es fuerte, es capaz de trascender la ausencia de un personaje en apariencia clave.  Al principio de esta quinta entrega se oyó decir que Fringe había dejado de ser la serie que era y, hasta cierto, punto la afirmación era cierta, pero sólo a un nivel superficial. Comparado con que ocurre entre el final de la tercera y la cuerta temporada, el salto temporal de 20 años no supone un atentado directo al canon de la ficción como pudo haber sido el borrado de Peter que se quedó en una 'chusta' pese a todo el riesgo que encerraba la idea. La diversidad de enemigos que estábamos acostumbrados a ver en el pasado se uniformiza en los Observadores y la compleja red de subtramas que se cruzaban como parte de un arco mayor se ha simplificado en un solo uno hilo conductor que queda claro desde el prinicipio: el plan de Walter para derrotarlos. Si de algo se le puede acusar a esta temporada es de volverse demasiado sencilla, pero la serie no recurre a elementos externos a su mitología sino que reutiliza los que ya tiene. Y las señas de identidad de una ficción se encuentran precisamente ahí.

La idea de la búsqueda de las cintas del pasado para construir el artefacto que habría de derrotar a los calvos no es más que una excusa para sostener el largo epílogo que ha sido una temporada plagada de autohomenajes a los "Fringe events" empezando por el inquitante Niño Observador que ya había aparecido en uno de los mejores episodios de la primera etapa de la serie, 'The Inner Child' (1x15), y que ahora regresa como una pieza fundamental en el desarrollo de la trama al igual que nuestro amigo September, el Observador rebelde. Los últimos capítulos también han servido para decir adiós a grandes secundarios de la serie como Broyles y Nina Sharp, ya entrados en años. Muy dura y sorprendente fue la muerte de ésta última en el que para mí ha sido en uno de los capítulos más conseguidos del volumen, 'Anomaly XB 6783' (5x10), junto con el episodio siguiente, 'The Boy Must Live' (5x11), en el que se desvela por fin el gran misterio de September.

En este episodio se vuelve a hacer hincapié en la especial relación que une al Observador y a Walter y es, otra vez ( y van muchas veces), una clase de interpretación magistral de John Noble, un actor de capacidad inmensa, que, si no ha estado nominado a premios es por el 'pecado' de trabajar en una serie de ciencia-ficción. El acto de amor  que definió el destino de Walter en 1985 secuestrando al Peter del otro universo para salvar su vida comparte el mismo fondo que el de September/Donald y su hijo 'el Niño/Michael' en 2036 si bien las consecuencias de ambas acciones son muy distintas. Y, con todo, al final es Walter el que acaba poniendo las cosas en su sitio viajando con Michael a ese futuro todavía más lejano en donde se originaron los Observadores. Las motivaciones que causaron el desastre de Walter y dieron comienzo al conflicto de la serie serían las mismas que habrían de resolver la amenaza final y, además, ejecutadas por el mismo personaje. No se puede decir que Fringe no ha cierre circular y coherente con su trayectoria.

 

Pero no todo han sido aciertos en la temporada. La introducción de Etta (mejor el diminutivo que el nombre, al menos) prometía mucho, aunque se quedó en un mero instrumento al servicio de la subtrama de Peter y Olivia, que se volvieron a unir definitivamente en el dolor de su muerte a manos de Windwark tras haber comenzado la temporada distanciados. Se le puede achacar a la falta de tiempo en la temporada, pero todo pasó a tanta velocidad que apenas hubo momentos de reconexión familiar entre los tres antes de que muriera Etta, las posteriores locuras de Peter con la tecnología de los Observadores (enésimo intento de darle sustancia al personaje) y la reconciliación final con Olivia. Demasiado drama reconcentrado y, para rematar, más sufrimiento para la 'punching bag' del serie que no es otra que Olivia, por supuesto.

La agente Dunham ha tenido un papel menos protagonista en esta quinta etapa que en las anteriores para pasar a ser un personaje más de apoyo; otra decisión discutible. Todo el centro de gravedad, por tanto, recae en los Bishop, aunque eso no es excusa para que no se la eche de falta en la significativa última escena de la doble series finale ('Liberty'/'An Enemy of Fate', 5x12-13). La imagen de Peter recibiendo el tulipán blanco es perfecta debido a las palabras que le había dirigido su padre en los instantes previos, pero ¿no habría quedado mejor un plano de los dos? ¿No es miembro de la familia después de ser cobaya de laboratorio, viajar entre universos, salvar el mundo, etc. etc... haberse casado con Peter y ser la madre de Etta?


Más allá de esos 'peros' la finale fue un coladero de nostalgia en donde no faltaron el regreso del Universo Alternativo, con Fauxlivia y Lincoln Lee en una escena al más puro estilo 'fan fiction' muy graciosa, y, cómo no, la aparición estelar de la vaca Gene ambarizada, que coincidió con el momento 'tear jerker' del episodio: "It's a beautiful name. Astrid". Después de "Astros", "Asteriscks" y "Aspirins", entre otras perlas de Walter, era la ocasión.

Antes de irse Walter agradeció a los que lo habían acompañado en su viaje y, de igual modo, el equipo de la serie no perdió la oportunidad de decir gracias a los fans por el apoyo que han dado a la serie durante su andadura. Las irrsisorias audiencias siempre pusieron a la serie más 'over there' que 'over here', y más emitiéndose en la mortecina noche de los viernes, pero ha sido el esfuerzo de los entusiastas lo que ha mantenido a la serie a flote, ya sea viendo los capítulos en directo en FOX, en diferido a través de DVR, comprando los DVDs y extensiones del universo Fringe en otros medios, o dando la vara en las redes sociales cuando más contaba. William Bell dijo una vez "there is more than one of everything", pero todos sabíamos que Fringe sólo hay una. Por ello valió la pena disfrutar de la experiencia y aficionarse a los regalices rojos.

miércoles, 2 de enero de 2013

El volantazo de Downton Abbey

Después de dos meses de 'vacaciones' seriéfilas (podría hacer un post de todo lo que tengo pendiente por ver...), toca volver al redil antes de que las telarañas se adueñen de este pobre blog y qué mejor forma de hacerlo que hablando de una ficción que causa tanta borrachera en la crítica estadounidense como una botella de Jägermeister en una noche de juerga. La tercera temporada de la británica Downton Abbey, que ocupa el post de hoy, se estrenará al otro lado del charco este mes, razón suficiente para que la 'hypeen' hasta el infinito y más allá pero, aparte, el drama de Julian Fellowes se ha colado de nuevo en las nominaciones a los Globos de Oro gracias a una segunda entrega que levantó mucha polvareda el año pasado. Eso sí, aun con polémicas, esta entrada en lista me sigue pareciendo más meritoria que otras, como la de The Newsroom, serie que claramente debe la nominación a su piloto y... a toda la herencia televisiva de Aaron Sorkin junta.

Los nueve episodios (ocho regulares y un especial navideño de dos horas) del tercer volumen de Downton Abbey se despojan de todos los achaques que podría tener la anterior etapa y vuelven a los fueros de la primera temporada. La serie continúa tejiendo muestras del mejor culebrón de época que puede verse ahora mismo en televisión pero ha rebajado sus ambiciones cronológicas, abarcando los dos primeros años de la década de los veinte, lo que sin duda ha repercutido en un uso de las elipsis más discreto, por no decir casi inexistente, hasta llegar a ese especial navideño con el que Fellowes y circunstancias externas a la producción de la ITV han hecho que suba el pan (y mucho) hasta el año que viene.

El fin de la Gran Guerra, como era de esperar, ha cambiado la forma en que funcionaban las cosas entonces, y la arcádica propiedad de Lord Grantham no iba a ser la excepción. Una mala inversión y la aristrocrática ingenuidad de Robert Crawley a la hora de hacer negocios ha echado a perder el cómodo colchón que aportaron los millones yankees de su mujer, Lady Cora, al matrimonio. Y como los contratiempos no vienen nunca sin añadidos, todo se solapa con los preparativos de la boda de Mary y Matthew que, a su vez, incluyen la llegada de la suegra americana, Martha.

El impacto del personaje interpretado por una punzante Shirley McLaine fue más breve del esperado, aunque sirvió para ampliar detalles del pasado de Cora y, sobre todo, para regalar unas divertidísimas escenas con la Condesa Viuda, encarcanada por la siempre estupenda Maggie Smith, en las que el duelo de suegras es también un choque cultural entre la relajación y espontaneidad de los ricos estadounidenses y la flema y apego a las tradiciones de la nobleza británica. No hay que olvidar que la pareja formada por Cora y Robert Crawley es un eco de esos matrimonios de conveniencia (o 'joint ventures', según como se mire) que se arreglaban en la época entre las hijas de los empresarios americanos y los aristócratas arruinados de las Islas.

Lady Mary sigue llevando gran parte del peso dramático de las hermanas Crawley, especialmente por su nueva situación y las obligaciones que conlleva. Edith, como ya es costumbre, repite en su posición de chivo expiatorio de todos los malos días que Fellowes pueda tener mientras escribe, al menos, su subtrama ayuda a ilustrar otro de los cambios sucedidos en el período en materia de feminismo. Esta parcela solía estar reservada a Sybil, uno de los talones de Aquiles de la serie, ya sea porque la actriz, Jessica Brown-Finlay, no logra transmitir lo suficiente, o porque nunca se ha sabido como conducir el personaje de forma que ayudara a avanzar la historia... hasta esta temporada.  Lo mismo se puede decir del ex chófer Branson, que junto a Sybil, no servía más que para dar el parte histórico capítulo a capítulo el año pasado, pero que ahora ha escalado muchos puestos en la jerarquía de personajes. Su desarrollo y el de Mary prometen mucho con vistas a la cuarta entrega.

 Intrigando se entiende la gente...

Se nota el esfuerzo por desechar cualquier subtrama accesoria cuya incidencia en la historia podría ser superficial para centrarse sólo en lo que ocurre en la casona, tanto arriba como abajo de la escaleras. Por eso, apenas se ha mareado la perdiz con la estancia de Mr. Bates en la cárcel ni han explotado el asunto de la Independencia de Irlanda, al que estaría vinculado Branson. Las nuevas incorporaciones a la plantilla de los criados, como los lacayos Jimmy (Ed Speelers) y Alfred (Matt Milne), son una buena muestra de lo animado que ha estado el panorama dentro de la casa, con una O' Brien más cabrona que nunca y un Thomas del que sorprende su evolución.

Downton Abbey ha sabido recuperar el pulso del melodrama con una temporada equilibrada, más consciente de sus propios tiempos, y unos giros de guión estratégícamente colocados que, por fin, dejan respirar al espectador hasta el siguiente golpe. Se le puede reprochar la brocha gorda con la que ejecuta muchos de sus ases en la manga, pero la calidad de la producción  ha continuado tan  impecable como la cubertería que exhibe. El verdadero reto, visto lo visto, se presenta a partir ahora con el 'cliffhanger' más grande al que se ha enfrentado nunca la serie.

PD: ¡Feliz año a todos! :)