miércoles, 22 de diciembre de 2010

Misfits se pega un homenaje

WARNING: Si no habéis llegado al final de la segunda temporada de Misfits, os puede caer una buena tormenta de spoilers.

Casi perfecta. Cuando una serie deslumbra de la manera en que lo hizo Misfits en su temporada de estreno hace muy fácil pensar que, como máximo, los nuevos seis episodios más el especial de Navidad estarán a la altura de los anteriores. Otra cosa es los supere. ¡Y vaya que si lo ha hecho! Igual de gamberra y fuera de sí, pero mucho más compacta y con un mejor aprovechamiento de sus recursos técnicos y narrativos, la historia de los cinco del servicio comunitario ha brindado toda una clase de cómo subvertir (otra vez) los valores del género de superhéroes y, a la vez, rendir honores a clásicos de la ciencia ficción. Porque si de algo se puede calificar esta segunda temporada, es de gran homenaje.

En primer lugar, a los propios protagonistas. Nathan ya no es sólo (me niego a escribir 'solo', RAE) él y su lengua. Bueno, lo sigue siendo, y mucho, pero este rascacielos ya no es el único encargado de dar sombra a todo el vecindario. Le han crecido alrededor unos tres edificios altos de nombre Simon, Alisha, Kelly. Incluso Curtis, aún siendo la obra de menos altura, ha subido bastantes metros en comparación con la miseria que se había construido la temporada pasada. No obstante, de todos ellos, Simon se lleva el premio al mejor diseño. Nadie en su sano juicio esperaba que este inadaptado social se convertiría en un futuro próximo en el enmascarado que amenazaba, en el primer par de episidios, el mundo secreto del centro comunitario para después revelarse como el mensajero que había viajado al pasado con una misión: anunciar un futuro nada halagüeño para la gente con poderes. Y mejor no hablemos de que se iba a llevar a la chica, en un ejercicio de prolepsis narrativa que a Alisha, como a todos, dejó bastante muerta de amor. Todo ello en un empaque muy propio de Kyle Reese y Sarah Connor, como el inseguro Simon del presente reconoce en una referencia a Terminator. No será la última que haga sobre una saga cinematográfica, el muy geek.

Gracias a su relación con el Simon del futuro y, después los primeros pasos en esa dirección con el Simon del presente, descubrimos un lado de Alisha, amable y considerado, que parecía inexistente tras la fachada de tía buenorra y superficial que nos habían vendido. En definitiva, los dos juntos suman como personajes, algo que de momento, no parece suceder con Kelly y Nathan. Howard Overman, creador y escritor de todos los capítulos de la serie, ha preferido dar esquinazo de momento a esa posibilidad con una de las escenas más disparatadas e incómodas de la temporada, pero a cambio los ha dotado de más matices.

La definición de sexy

Por un lado, a Nathan le infunde registro dramático y serio en el segundo episodio, donde a través de la interacción con su hermano vemos uno de los efectos colaterales de su inmortalidad: ver a los muertos. Y, por otro, logra domar por un momento a la bestia interior (que no el acento, por favor, eso no) de Kelly al cruzar su destino con el de una bestia de verdad en un momento 'kingkonsgsiano' donde los haya. Sobre Curtis, decir que nunca antes ser intolerante a la lactosa podría haber sido tan útil para salvar al mundo.

Si los personajes son la primera y más importante piedra en la que descansa la solidez de Misfits este año, la segunda inevitablemente es el género de superhéroes, banda sonora con un aire al Batman de Nolan, aparte... Ya en la primera temporada, el eco de Smallville se hizo presente con la lluvia de aerolitos que les cayó encima a los chicos, pues en esta tanda de episodios se hace más evidente que nunca al encontrarnos con gente con poderes en cada esquina como comenzó a pasar a partir de la segunda temporada de la serie del joven Clark Kent. Desde Místicas desquiciadas, tatuadores de sentimientos, hasta manipuladores de lactosa con un claro complejo de Sylar de Heroes, al verse eclipsados por poderes no tan mierdosos como el suyo. Claro que, la lactokinesis, ella sola, aguanta todo un episodio. Tampoco debemos olvidar a Nikki, que con la habilidad prestada de teletransportarse había conseguido hacer algo más interesante a Curtis, y parecía una buena incorporación al grupo. A ver si la pueden volver a traer de vuelta de algún modo tras el megacliffhanger del especial de Navidad.



El tercer homenaje de la serie es a sí misma. A su humor, con esos chistes internos sobre matar a agentes de la condicional, a su originalidad (el capítulo del villano de videojuego, a lo GTA, por ejemplo) y a gusto por los finales infartantes en los que nada está escrito. Tras dos años, parece que hay un afán por renovarse con vista a la recién confirmada tercera temporada, de ahí toda esa trama de la compra-venta de poderes del especial que ha abierto una puerta gigante de posibilidades para seguir demostrando que los poderes no son ni mucho menos la razón de ser de estos tipejos, sólo una excusa para mostrar hasta donde pueden llegar y, de paso, diversificar un poco los caminos que puede tomar la historia. La cuestión residirá en saber cuáles serán sus nuevas habilidades.

Aunque no se le puede achacar nada a esta temporada por lo bien hilado que está el arco argumental que la sujeta, y que la cuestión del viaje en el tiempo se termina antes de entrar en bucles infinitos, no puedo pasar por alto un par detalles que me chocaron, curiosamente, por incoherentes. Se trata de preguntas sin respuesta que se han ido guardando detrás de la oreja como: ¿por qué Simon, con lo paranoico que es con los poderes, no se da cuenta durante la escena de la felación de que Alisha no es Alisha porque, de lo contrario, hubiera perdido el control?, o, en retrospectiva, ¿por qué el Simon del futuro puede tocar a Alisha cuando, para el Simon del presente (que es la misma persona, al fin y al cabo), sólo es posible hacerlo cuando ésta ha regalado su don unos días más tarde?

Dos manchitas negras que impiden un resultado 100% redondo, junto con un especial de Navidad que resultó estar por un escalón por debajo del tono general de la temporada, pero que no roban en absoluto el sabor de una entrega sublime.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Y ahora, ¿qué?

AVISO: Si haces una radiografía de este post te vas a encontrar con un montón de spoilers de la primera temporada de The Big C.

A la lista de nominadas a mejor actriz de comedia de los Globos de Oro de este año sólo le faltó Mary Louise Parker para que Showtime acaparase, más aún si cabe, el territorio con sus personajes borderline. Me sorprende ver a Lea Michele (Glee) en su lugar, a sabiendas del subidón de adrenalina que supuso la sexta temporada de Weeds, aunque para subidones de tensión, azúcar, colesterol o, si queréis de sustancias dopantes, está la categoría de mejor intérprete femenina de drama, que, con Piper Perabo, ahora mismo se encuentra bailando encima de la barra de un antro cutre, en lo que se ha convertido en el WTF de la edición de este año. Pero no voy a aprovechar las nominaciones a estos premios para hacer una hoja de queja con este post, sino para limpiar el polvo que estaban cogiendo mis impresiones acerca de The Big C. La serie cuya primera entrega ha aupado a Laura Linney como la nueva pretendienta del trono de la comedia, frente a antiguas como sus compañeras de canal, Edie Falco (Nurse Jackie) y Toni Colette (United States of Tara), la inamovible Tina Fey (30 Rock) y la mencionada Michele.

Si nos ponemos en plan purista lo cierto que es que las divas de Showtime deberían ir en un cajón aparte, porque las comedias que protagonizan están ensombrecidas con un buen colorante de drama, una premisa que en The Big C se cumple al 100%. Ya comenté acerca del piloto que la acidez de su propuesta la diferenciaba de cualquier otra historia sobre el cáncer. Pues bien, al final la serie ha acabado por meter el pie demasiado pronto en el melodrama, ese género tan dado a la lágrima y ha abierto el interrogante de qué tono va a predominar el año que viene.

Durante los trece episodios (no sé por qué pensé en su día que iban a ser sólo ocho...) que conforman esta temporada, The Big C ha demostrado ser más blanda de lo que vendían o queríamos creer al principio. Más blanda y blanca que Nurse Jackie, que parecía exactamente eso al principio de su andadura. De todos modos, esto no significa que la serie se haya convertido de repente en un producto Disney, sino que conforme acercaba la season finale, la mala baba poco a poco se iba desvaneciendo del personaje de Cathy Jamison y sólo quedaba su hermano, Sean, para defender esa causa, aunque también acaba siendo domado de alguna manera. ¿Cuestión de expectativas no cumplidas? Puede.

La sensación que deja el visionado es la de una Cathy que vuelve al redil de lo políticamente correcto, después de desvelar a su familia el cáncer de piel que padece. Una meta a la que seguramente iba a acabar llegando, pero no se esperaba que fuera en ese momento. Del mismo modo que Paul, el insufrible marido debía seguir más tiempo fuera de casa, y Marlene, la vecina gruñona con Alzheimer no debería haberse pegado un tiro. ¡Encima como reacción a la única escena en la que Paul ejerce de padre responsable! Vaya manera de desperdiciar al personaje secundario más sólido de lo que llevamos de serie. Es en las escenas que Cathy comparte con Marlene donde vemos un retrato genuino de la protagonista y cómo actúa con su enfermedad. Marlene, una paciente como Cathy, se convierte en una igual a la que no le debe explicaciones, y en esas circunstancias permite ver el lado más sincero y crudo del personaje de Linney entre tanta pose de niña caprichosa que la actriz borda.

El punto dulce lo pone la relación con su hijo Adam, que empezó siendo un niñato, y que alcanza su clímax en el último capítulo, en una estampa tan emotiva como impactante, con el chico dentro de un garaje de alquiler lleno de regalos para aquellos cumpleaños suyos en los que Cathy no va a estar. El tira y afloja de madre e hijo ha sido continuado a lo largo de toda la temporada, pero, al igual que ocurre con Marlene, Cathy se desfrivoliza cuando se trata de su hijo.

La evolución de Adam ha sido la más coherente con la trama y menos forzada de todos los personajes secundarios, el eslabón más débil de una serie en el que el peso de la protagonista es gigantesco desde el primer episodio. En general, los guionistas se han dado prisa en redimirlos a casi todos, como si ellos, y no Cathy, fueran los que andaban cortos de tiempo. Desde el cansino de Paul, que intenta ser un pesado adorable (ni de coña) tras enterarse de la enfermedad de su mujer, hasta Sean, que deja preñada a Barbara (qué bueno tener a Cynthia Nixon de vuelta) y, en consecuencia, decide dejar de escarbar en el contenedor un poco menos. Otros aportes como Andrea, la alumna de Cathy, y el doctor Miller terminan la temporada menos aprovechados de lo que prometían.

The Big C despide su primera temporada con el contador a cero, sin conflictos aparentes, y sembrando la incertidumbre de si veremos una serie completamente distinta en su regreso.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Doctor Who 1 y 2, ¿quién es ese hombre?

No, no me pongo el opening de Pasión de Gavilanes a todo trapo para inspirar el título de este post (el número 100, quién lo diría), pero no voy a negar que ahora la tengo mezclada en la cabeza junto con el zumbido de la TARDIS. Esa vetusta cabina de policía que permite al Doctor moverse por galaxias, épocas históricas, dimensiones paralelas y cualquier brecha en el espacio-tiempo que le apetezca al último de la estirpe los Señores del Tiempo, que es uno de los epítetos por los que se le conoce. Pero, si bien existen otros calificativos que otorgarle (desde hombre de las mil caras hasta sembrador del caos), el Doctor es cualquier cosa menos un nombre. De hecho, no le hace falta tenerlo y así ha ido enganchado a los espectadores desde el 23 de noviembre de 1963, cuando el primer capítulo de Doctor Who se emitió por primera vez por las pantallas de la BBC, dando así el pistoletazo de salida a uno de los personajes y universos de ciencia ficción más ricos que se recuerdan las ondas catódicas. En 1989, y tras siete actores interpretando el papel protagonista a lo largo de 26 temporadas, se decidió parar la producción de lo que ya se había convertido, por un lado, en el buque emblema de la corporación británica, y por otro, en un símbolo nacional de la isla, capaz de juntar a familias enteras delante del televisor.

Un buen puñado de años más tarde, en 1996, se hizo un amago de vuelta con una película de serie Z en la que salía un abonado a este tipo de productos como Eric Roberts (hermano de Julia, haciendo de malo, por supuesto) y con un nuevo Doctor, pero ahí se quedó. Finalmente, tuvo que ser en 2005 y bajo la batuta del que había sido productor ejectuvo de Queer as Folk, Russel T. Davies, cuando se sometió a la serie a un reboot de verdad y, así, Christopher Eccleston se montaba en la TARDIS como la novena reencarnación del personaje, seguido de Bille Piper, que se metía en la piel de su acompañante, Rose Tyler. Temporadas de trece capítulos más su correspondientes especiales de Navidad y 45 minutos de duración por episodio serían la nueva estructura sobre la que se iba a asentar el moderno Doctor Who, a diferencia de las temporadas variables y de 25 minutos de la etapa clásica.

Aunque los primeros compases desvíen la atención hacia unos efectos especiales y amenazas extraterrestres que rezumaban un aroma a cutrelux entre lo entrañable y risible, no por ello son menos originales. Esos maniquíes asesinos del piloto son sólo la transformación en tangible del mal rollo que dan estos seres que habitan las tiendas. Incluso los Daleks, que, pese a ser la archinémesis histórica de nuestro querido Doctah (nada menos que destruyeron su planeta), recuerdan en su diseño a una cafetera de latón. Lo mismo ocurre con los Slitheen del planeta Raxacoricofallapatorius, que se tiran pedos cuando están bajo su forma humana. Y para rematarla el uso del 'Toxic' de Britney ambientando una de las persecuciones. Con estos detalles, la serie invita a ser tomada muy poco en serio, pero a medida que pasan los capítulos el tono se oscurece y nos encontramos ante mundos y problemáticas más complejos, como las relaciones paterno-filiales, la soledad, la guerra, el control de los medios de comunicación o la espectularización de la vida humana.

Una de las características más sobresalientes de Doctor Who es su capacidad para pasar de la coña a la seriedad sepulcral en segundos. A eso ayuda la gran expresividad de Eccleston que ya puede estar exhibiendo en un plano su sonrisa mientras suelta uno de sus míticos "Fantastic!" , y, en el siguiente, lanzando una mirada de hielo o soltando una frase lapidaria. Lo mismo ocurre con Rose Tyler, que poco a poco, deja de ser esa chica de barrio un tanto despreocupada del inicio y va siendo consciente de su decisión de seguir al Doctor a todas partes. Su implicación crece a la par que la del espectador, que se identifica rápidamente con ella, porque el Doctor ofrece una ruptura con la anodina rutina diaria y mucha adrenalina.



Tanta adicción crea que es difícil separarse de él llegado el momento. Hasta el encantador Capitán Jack Harkness (John Barrowman), uno de los grandes aliados y rival en carisma del Doctor, acaba acompañándole por unos cuantos episodios, los mejores, sin duda, de la primera temporada y en los que se comienza a constatar que Doctor Who no se queda en un simple producto para todos los públicos. Su despedida en la season finale duele, pero el personaje causó tanta sensación que consiguió su propio 'spin-off' al año siguiente, Torchwood.

La aparición de Harkness, precisamente, siembra tensión entre el dúo Doctor-Rose. Ésta última claramente tiene sentimientos hacia el viajero que le hacen persistir en su decisión de separarse por tiempo indefinido de su madre, Jackie, y su novio, Mickey, un chico corriente diana de las bromas del Doctor. La buena química entre jefe y acompañante salta a la vista, aunque al principio empezara con las típicas tiranteces. El Doctor es ser acostumbrado a estar solo, es su sino, y de alguna manera, Rose tampoco termina de encajar en el suburbio de Londres en el que vive. Uno y otra se complementan y esto se hace patente en la season finale de la segunda temporada, 'Doomsday', un episodio cruel por tratarse del último de Tyler como acompañante y por lo que ocurre en la batalla final contra los Daleks y, sobre todo, en la Bahía del Lobo Malo.

Pero antes de ese punto de inflexión, toda la segunda etapa está marcada por el décimo cambio de piel del Doctor, que sortea la muerte gracias a regeneraciones puntuales de su apariencia humana. Eccleston, tras la primer gran choque contra los Daleks, abandonó el papel que fue a parar a manos de David Tennant desde el especial 'The Christmas Invasion' (2006) hasta el especial 'The End of Time' (2009). Al principio, cuesta acostumbrarse a la nueva cara y gestos del personaje, en general, muy influenciado por el actor que lo interpreta. Eccleston, con su inseparable chaqueta de cuero, le daba un aire un tanto de tipo duro norteño que rompía con la imagen del Doctor en sus anteriores encarnaciones. El Doctor de Tennant, en cambio, se acerca más a la imagen típica de profesor chiflado y caradura, pero el actor escocés logra apropiarse del personaje de una forma pasmosa, haciendo gala de la misma rapidez para cambiar de registro, a la vez que la química con el personaje de Piper sigue intacta.


"EXTERMINATE!"

En el segundo acto de la serie ya se dejan caer pistas de lo que va a contarse en Torchwood y se entra de lleno en temáticas menos amables que las del inicio de la temporada anterior. Así, se nos presentan otros villanos como los Cybermen (también procedentes de la serie clásica), en una clara crítica a la sociedad que abusa del progreso técnico cargándose cualquier resquicio de individualidad e imaginación, y en episodios como 'Fear Her' se toca el tema de aquellos padres que no dedican el tiempo suficiente a sus hijos. Como producto familiar, prácticamente de cualquier capítulo se puede extraer una idea de fondo, sin que por ello resulte de un moralizante descarado, mezclándose con una buena dosis de comentarios ácidos propia del humor británico. Aunque también hay capítulos fallidos como el centrado en la televisión que deja tontos a quien la mira o la única entrega donde apenas aparece el Doctor, que, pese a ser original en el planteamiento y contener un reguero de caras conocidas de otras producciones, no consigue hacer olvidar la falta del protagonista, el pilar de todo.


También se aprovecha para correr un poco la cortina y descubrir poco a poco el pasado intrigante del Doctor a través del rescate estelar de una de las acompañantes más recordadas de la época clásica, la periodista Sara Jane Smith (Elisabeth Sladen, aquí ya con unos cuantos años más encima y otro 'spin-off' para la CBBC en vías de desarrollo). El personaje, que se había quedado con el perro-robot K-9, una de las posesiones del Doctor, regresa para reforzar detalles de la personalidad y de la forma de actuar del Señor del Tiempo que ella conoció y que encuentran su reflejo en el presente, dando a entender a Rose que ese tipo de vida errante y de aventuras tiene un final.

Como un Peter Pan moderno, pero forzado a ello, el Doctor está acostumbrado a que todo cambie a su alrededor menos él mismo y su TARDIS. También está hecho a las despedidas. A decir adiós, tanto a su propio rostro mortal como a aquellos que se cruzan en su camino sin saber cuando los volverá a encontrar. Y, aún así, el precio de vivir indefinidamente se revela, a veces, demasiado alto hasta para alguien como él.

Una vez superado el prejuicio, que es el verdadero Dalek exterminado cuando se trata de mirar una serie por primera vez, Doctor Who se muestra como una producción que excede lo que se espera de las historias de su género y del público al que están dirigidas. De lejos parece una pared de un blanco deslumbrante, pero si nos acercamos, veremos que, en realidad, es gris muy clarito.