miércoles, 23 de noviembre de 2011

Torchwood 3, Children of Earth

De todos los que hemos visto Torchwood es bien sabido que el ritmo cardíaco de esta serie nunca ha sido muy regular. Ya lo demostró en la primera temporada, con episodios brillantes mezclados con entregas bastante olvidables, y con una segunda entrega que corregía errores pasados, aunque se apreciaba todavía ciertas limitaciones que impedían a la trama y los personajes desarrollar todo que lo que podían dar de sí. Por suerte, estas barreras no estuvieron presentes en el momento de cerrar aquel volumen de trece capítulos, y todo lo que viniera después de esa season finale podría significar el fracaso más estrepitoso o la confirmación de que la serie, por fin, había descubierto la veta que debía explorar desde su concepción como 'spin-off' de Doctor Who para el público adulto. Para alegría del espectador fiel, Torchwood: Children of Earth vino a demostrar lo segundo y mucho más.

Russell T. Davies y su equipo anduvieron muy inspirados entre 2008 y 2009. El final de legislatura 'whovian' y el ejemplo de alta ciencia-ficción que muestran en la tercera parte de las aventuras de los inqulinos de la base Torchwood Three de Cardiff (Gales) son los testimonios que nos dejan de ese período, que no es poco. Si bien con Doctor Who no hubo muchos cambios con respecto a la estructura y tono de otras temporadas, en Torchwood se produce una transformación radical. De los trece capítulos habituales, en los que se combinaban casos procedimentales con arcos argumentales cortos, pasamos con Children of Earth  a cinco episodios con una única premisa argumental que se desarrolla a lo largo de cinco días (a día por episodio). Una miniserie con un gran reto que resolver que es el que da título a la temporada. Tan serializado es el carácter de Children of Earth que la BBC decidió emitir un episodio por día durante una semana de julio, y viendo la calidad y riesgo del producto, no extraña para nada que la hayan programado nada menos que en el primer canal de la cadena.

No exagero cuando digo que estos escasos cinco capítulos están ya en el altar de la ciencia-ficción más cruda y social junto con mi adorada Battlestar Galactica (SyFy, 2003-2009). Del mismo modo que ésta es una metáfora de la política, religión, sociedad y supervivencia (entre otras cosas) en el mundo post 11-S, la tercera temporada de Torchwood se alinea en esa parcela y centra su discurso en una crítica feroz de la podredumbre de la clase política, de la arbitrariedad con la que se toman ciertas decisiones vitales para el bienestar de la población y la cobardía con la que se oculta información relevante a la misma.  Y todo ello lo muestra a partir de una amenaza extraterrestre, los llamados '456', que llegan a la Tierra reclamando niños como tributo (a lo Minotauro) a cambio de la no destrucción del planeta. Dicho así, la trama suena muy simple, pero no voy a entrar en más detalles porque sería desvelar demasiado acerca de las dimensiones del problema y, en especial, sacrificio al que se ven sometidos los personajes.

El guión no deja títere con cabeza, con unos diálogos nada complacientes y horriblemente honestos, y tampoco duda en poner al Capitán Jack Harkness y compañía en situaciones límite como nunca antes habían experimentado. El tono y la atmésfera no deja de oscurecerse conforme pasan los episodios, lo cual también afecta a la gran constante y enigma del universo Torchwood: Jack. De éste seguimos sabiendo detalles de su pasado que, en esta ocasión, regresa para darle de lleno en ese entrañas inmortales suyas. Children of Earth también supone un viaje distinto para los compañeros de Harkness que se ven presas de circunstancias inesperadas y de los que conocemos algo más de sus vidas personales.

¿Se pueden dejar de lado las dos primeras entregas y ver directamente la miniserie? La tercera temporadaes el culmen de un viaje que, puede que haya ido a trompicones, pero que cuando ha llegado a su destino ha regalado un producto espectacular en su género y que pone a sus protagonistas en el lugar que siempre han merecido. De no haber anunciado el rodaje de un cuarto volumen, titulado Miracle Day, este Children of Earth hubiera servido como perfecto colofón a toda la serie. El listón está muy alto.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Doctor Who 4, fin de ciclo



Estos días el 'fandom' de Doctor Who anda un poco revolucionado al saberse la noticia de que la división internacional de la BBC y David Yates (director de las peores películas de Harry Potter, pero aclamado por la miniserie State of Play -2003-) están preparando el asalto a la gran pantalla del legendario Señor del Tiempo. Y cuando digo "un poco revolucionado", igual me estoy quedando corta tratándose de una franquicia transmediática con casi 50 años de historia y de culto fan a sus espaldas. Pese a que los cambios de rumbo son parte de la idiosincrasia de Doctor Who tanto como los repentinos desvíos en el destino de la TARDIS, éstos siempre causan fuertes seísmos en las bases de seguidores. En 2005 lo causó Russell T. Davies cuando tomó las riendas de la resurrección de la franquicia, con opiniones para todos los gustos entre fans históricos y neófitos, y volvió a hacerlo en 2009 cuando cerró su etapa como 'showrunner'. Cuatro años en los que el galés amplió el universo 'whovian' en toda su extensión, adaptándolo a las formas de producción mediática del S. XXI antes de pasar el testigo al guionista más dotado de la sala: Steven Moffat.

La cuarta temporada de Doctor Who emitida en 2008 y los cuatro especiales siguientes suponen el grueso del epílogo de Davies como capitán del barco, pero también suponen el adiós de David Tennant, el actor que dio vida a la décima encarnación del Doctor tras el fugaz pero intenso paso de Christopher Eccleston en la primera temporada de la serie nueva. Tennant se apropió del personaje, dotándolo de unos matices muy diferentes de los de su antecesor (también motivados por la propia evolución del personaje), y terminó por meterse en el bolsillo a gran parte de la platea, por lo que todos los esfuerzos se encauzaron para darle una salida por todo lo alto. Desde el especial de Navidad de 2007 'Voyage of the Damned' (4x00), donde aparece Kylie Minogue hasta el especial navideño de 2009 'The End of Time Part II', el aroma a adiós queda patente, tanto en el guión (con sutiles referencias al final del Doctor que van en aumento conforme pasan los episodios), como en la factura de la producción de la serie nueva, a años luz de esos entrañables maniquís cutrelux de 'Rose' (1x01). El Titanic, los adorables 'adipositos', las ruinas de Pompeya, el planeta de los Ood, el cuartel general de UNIT, la casa de Agatha Christie, las cataratas Safiro, el planeta Biblioteca, el Londres actual, y otros tantos lugares son indicativos de lo ambicioso de la propuesta visual.

Pero no sólo hay que tirar la casa por la ventana con los efectos, sino también se recuperan  personajes que han formado parte del periplo del Doctor en esta etapa, en la mejor tradición de los 'crossovers all stars'. Y esta premisa se lleva al pie de la letra en el caso de la acompañante del Doctor que no es otra que Donna Noble (Catherine Tate), la deslenguada  protagonista del especial 'The Runaway Bride' (3x00), que abría la tercera temporada. Basta como ella sola e ingobernable, los constantes choques de Donna con el Doctor, al que no quiere en su cama (a diferencia de Rose Tyler y de Martha Jones antes de recapacitar), brindan los momentos más cómicos de la serie, además de forjar una sólida amistad sólo a prueba de Daleks. La gran química entre Tennant y Tate es evidente en todas sus escenas.

Como ya es rutina en la historia de Doctor Who, las peripecias  y el destino de las 'companions' dicen mucho del impacto que este alienígena viajero en la vida de aquellos humanos (su raza preferida del Universo) con los que se cruza.  En este sentido, Donna y Rose son distintas caras de una misma moneda, de lo que ocurre cuando alguien y, también su familia de paso,  se acercan demasiado al Doctor, como bien le previene Martha a Donna en el díptico 'The Sontaran Strategy' y 'Poison Sky' (4x04-05). Y, visto lo visto y sin entrar en detalles spoileantes, Donna tiene menos motivos para sonreir que Rose.

Esto último ya puede dar una idea del halo de trágico que impregna la temporada, la más satisfactoria del ciclo de Davies a todos los niveles. No hay un capítulo, ni siquiera los de la primera mitad del volumen, normalmente los de tono más ligero, que pequen de dejadez en las tramas. Pero lo mejor es que este hecho alcanza cotas antes nunca vistas en el reboot a partir de ese espectacular binomio que es 'Silence in the Library' y 'Forest of the Dead' (4x08-09) firmado por Moffat, en donde éste introduce al personaje de la misteriosa arqueóloga River Song (Alex Kingston), un personaje que al parecer sabe muchísimo sobre el Doctor y que es clave en las nuevas aventuras de la undécima reencarnación interpretada por Matt Smith y comandado por Moffat. Sin duda, otra razón más para no desechar las aventuras del Noveno y del Décimo Doctor si hay que recomendarle la serie a alguien en unas condiciones estándar y asequibles que no impliquen remontarse a los verdaderos inicios de la etapa clásica para hacerse con toda la mitología. En mi humilde opinión, Moffat dejó anclas relevantes de sus futuras novedades ya durante la etapa de Davies como para considerar su visión algo enteramente desligado del periplo de  Doctor Who a partir de 2005.

Como hemos dicho, la presentación de River Song abre un racimo de episodios para enmarcar, de un poso dramático y tinte más oscuro que se permean a la perfección con la ráfaga de emociones y con la megalomanía épica y aventuras alocadas que han marcado el paso de Davies por la franquicia.  La claustrofobia de 'Midnight' (4x10)  las consecuencias nefastas para el mundo si Donna nunca hubiera conocido al Doctor, en 'Turn Left (4x11) hasta llegar a la batalla de las batallas en el doble 'The Stolen Earth' y 'The Journey's End' (4x12-13).  Todos estos episodios suponen una maratón de obstáculos que dejan al corredor exhausto, pero también apleado y roto por dentro. Más, más y más... "Run!"




Especiales irregulares.

Con este bagaje el listón estaba demasiado alto para los cuatro especiales que terminan de cerrar el ciclo. 'The Next Doctor', una aventura de un hombre de la época victoriana, encarnado por David Morrisey (State of Play), que asume la identidad del Doctor aburre por momentos y la trama parece tener más pinzas de las necesarias. Algo más interesantes son 'Planet of the Dead' (en los que salen Michelle Ryan la actriz del funesto remake de Bionic Woman y Daniel Kaluuya de The Fades) y, sobre todo, 'The Waters of Mars' que anticipan no sin poca intriga qué será lo que acabe con esta encarnación del Doctor. En  el tercer especial, el más sólido de todos es muy curioso como se confronta la naturaleza de semidios del Doctor y su capacidad para intervenir en el transcurso de los acontecimientos, que termina por enlazar con el último de los especiale.

Dividido en dos partes, 'The End of Time' constituye una despedida agridulce. En primer lugar, por su planteamiento, que retoma a cierto enemigo cuyo retrato aquí resulta trasnochado y cansino, y en segundo, por un excesivo metraje en el libreto del propio Davies que lastra todo el conjunto. Los mejores momentos vienen de la mano de Wilf Mott (Bernard Cribbins), el abuelo de Donna, que se llevó buena parte de mi frustración inicial cuando terminé el episodio, y de la aparición estelar de Timothy Dalton como Lord Rassilon, en lo que conforma la guinda a la pasarela de caras conocidas de todo este año. Desde luego, el antiguo James Bond podría haber sido un Doctor muy digno.

Me reservo los detalles sobre la escena final antes de la regeneración porque con pocas palabras y simples gestos encapsula muy bien el carácter de este gran Décimo Doctor construido entre Davies y Tennant, que ahora nos dicen "Allons-y!"... hasta "Geronimo!".

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Recordar los cuentos

La ABC acaba de dar la campanada en la liga de las 'networks' con el producto más inesperado, después de un par de años intentando encontrar una nueva Lost con la que arrastrar audiencias fieles.  Los responsables de Once Upon a Time, Edward Kitsis y Adam Horowitz, vienen de la cantera de guionistas de la isla, pero su apuesta se aleja bastante de cualquier intento de fenómeno mediático y narrativo para regresar a las bases mismas del arte de contar historias: los cuentos o fábulas de hadas, enterrados hoy en día bajo capas y capas de lecturas y remixes posmodernos, o eclipsados por otras narraciones a priori más adultas y complejas en sus planteamientos morales. No se trata, pues, de un género que esté muy de moda en una audiencia supuestamente de vuelta de todo, y más tratándose de una serie en imagen real y no animada donde el riesgo de caer en la cursilería y la ridiculez estética es demasiado alto. Con este cuadro, las estacas estaban preparadas desde el momento en que se anuncio el proyecto pero, viendo los resultados, se han tenido que guardar. Aunque cabe preguntarse, ¿por qué tanta alergia y prejuicio inicial?

Lo cierto es que a los cuentos no le sentó demasiado bien su traslado a los medios de masas de la mano de Disney. Lo que se ganó en difusión de estos mitos se perdió en complejidad al eliminarse una figura tan importante como la del narrador físico. Los cuentos provienen de la tradición oral y, aunque autores como los hermanos Grimm o Perrault compilasen en tomos las versiones más populares, siempre mantuvieron ese halo de oralidad que los hacía perfectos para ser leídos en voz alta ante una pequeña audiencia activa frente a la hoguera o en la cama. En esa lectura en voz alta se producía un diálogo en que el narrador, normalmente adulto, explicaba los porqués, completando el sentido didáctico del cuento. Siempre hacían falta al menos dos personas, el lector y el oyente, para contarlo. Al pasar al cine, esa interpretación del narrador adulto se esfumó, no había diálogo, de modo que todo el peso intepretativo recaía en el niño, que podía ver la película en solitario, así que necesariamente para que la moraleja quedara lo más clara posible, la historia  y personajes se tenían que hacer más sencillos en su fondo. Los adultos fueron perdiendo responsabilidad en la transmisión de estos cuentos, de ahí que el género pasó a considerarse erróneamente "de niños" en otra simplificación de lo que, en realidad, son historias para todos los públicos.

Teniendo en cuenta este contexto, resulta curiosa la pobre consideración que tienen las historias para todos los públicos, como si esto fuera un síntoma de poca profundidad narrativa. Quizá sean éstos los productos más difíciles de crear por esa aspiración universal que tienen y que implica la construcción de una 'ficción multicapa'. No basta como en Terra Nova (una ficción familiar fallida en este sentido) con que cada personaje apunte a un target específico de la audiencia, sino que la trama debe tener distintos niveles de profundidad que conecten con un amplio espectro de público, desde los más pequeños de la casa hasta sus padres. Y esto, precisamente, es lo que consigue Once Upon a Time, además de resucitar para el medio audiovisual los cuentos de hadas sin traicionar su espíritu original de narración familiar o grupal, olvidándose de cualquier revisión radical de los mitos o de remezclas exhaustivas de la cultura de masas a lo Shreck.

De acuerdo con sus creadores en una entrevista con la crítica Mo Ryan, Once Upon a Time no pretende revisar nada sino intentar conocer aquello que no sabíamos de las fábulas clásicas: "Me gustaría saber por qué la Reina odia tanto a Blancanieves, por qué es mala, por qué Gruñón es gruñón, por qué Gepetto es tan solitario que tiene que construir un niño de madera.  No estamos interesados en recontar los cuentos de hadas. Estamos interesados en las partes que tienen agujeros que necesitan ser rellenados,  o en cosas acerca de las que quizás nunca se había pensado", subraya Kitsis. Sólo hace falta ver el capítulo dos o tres de la serie para caer en la cuenta de que por aquí van los tiros, pero no sólo eso, sino que a la vez todo esta conjurado en una estructura tan serializada que todavía hace más sorprendente que la ficción esté dando alegrías a los audímetros de los domingos en Estados Unidos (medía de 11,5 millones de espectadores y por encima de 3 en la demo comercial).

La historia de Once Upon a Time comienza cuando Henry (Jared Gilmore), un niño solitario y 'normal' que que, por fin, actúa de acuerdo a su edad sin resultar un adulto en miniatura o un niño pesado, se propone devolver la memoria a unos personajes de cuento anmésicos y atrapados en el ficticio pueblo de Storybrooke (Maine)  por obra y gracia de la Reina Malvada (Lana Parrilla, Swingtown), que prefirió condenarse a ella misma y a todos antes de que Blancanieves (Ginnifer Goodwin, Big Love) fuera feliz completamente con el Príncipe Encantador (Josh Dallas). Sin embargo, para poder conseguirlo Henry debe convencer a su recién encontrada madre biológica, Emma Swan (Jennifer Morrison, House), una dura fiadora judicial, de que ella es la hija de Blancanieves y Encantador y, por tanto, la solución del problema. Todo ello, a menos que el rico señor Gold (Robert Carlysle), alter ego del siniestro Rumpelstilstskin, sepa más de lo que aparenta.

Con esta premisa de una realidad donde nadie recuerda quién es, Kitsis y Horowitz logran revitalizar el género, en lo que se convierte en una auténtica búsqueda de los orígenes que es literal en el caso de Henry y Emma, ambos niños que no crecieron con sus padres biológicos, y también metafórica, con todos esos personajes de cuento que viven inconscientemente siendo sombras de lo que fueron en la realidad de fantasía a la que pertenecen (Mary Margaret Blanchard es mucho más apocada que cuando era la intrépida y no tan santa fugitiva Blancanives). Éste es el drama  en el que se ven inmersos los personajes y que conforma la capa adulta y no tan amable de la serie, que se hace presente desde los primeros segundos del capítulo piloto. Vivir en esta realidad, parecido a lo que ocurre en la teoría platónica de la reminiscencia, es el castigo, y la única manera de volver al mundo de las ideas, al que de verdad se pertenece, es ir recordando lo que una vez se fue a partir de las pistas que encontramos aquí abajo, en el mundo sensible. Y en el mundo de Once Upon a Time, esas pistas están en los cuentos de hadas, de los que sólo Henry es capaz de captar su significado oculto por su condición de niño, en consonancia con el loco de las tragedias griegas al que nadie hace caso. He tenido algunas conversaciones por Twitter estos días sobre el tema, y con Crítico en Serie llegué a la conclusión de que no importa demasiado el final feliz total tanto como que los personajes tengan pequeños triunfos que les den esperanza y optimismo de que las cosas irán a mejor, que al final del día es lo que mueve incluso al mundo en el que vivimos nosotros.

Once Upon a Time, a pesar de sus efectos especiales un tanto 'cromáticos', es un producto de los tiempos actuales, como prueban sus elecciones estéticas (por ejemplo, los guiños intertextuales a Lost y a todo el mundo de Disney, que para algo la ABC es parte del conglomerado del tito Walt), pero también lo es en cuanto a sus características narrativas (la ya citada realidad sin memoria) y el mensaje de fondo que a través de ellas pretende transmitir en una sociedad que atraviesa una crisis económica escalante, y que conecta con la función original que tienen todas las narraciones en su conjunto. En el episodio piloto, Kitsis y Horowitz se encargan de hacerla patente en boca de la propia Mary Margaret/Blancanieves en una autorreferencia meta para nada disimulada:  "¿Para qué crees que son las historias? Estas historias, clásicos, hay una razón para que todos las conozcamos. Son una forma de lidiar con nuestro mundo, un mundo que no siempe tiene sentido".

domingo, 6 de noviembre de 2011

Homeland, la pitón y la rata

Una especie de esquizofrenia parece estar sacudiendo a los canales de cable este año, muy parecida a la que padece Carrie Mathison, la protagonista de Homeland, el doble éxito de crítica y público de la casa de los personajes chungos y borderline por excelencia: Showtime. Carrie, con su condición, podría acompañar perfectamente a Jackie, a Cathy o a la Botwin,  pero su entorno recuerda más al de un producto serio de la HBO o la AMC sección Rubicon. Con Homeland estamos nada menos que ante un thriller de espías y conspiraciones en el que se relata la vuelta a casa de un prisionero de la guerra afgano-iraquí tras ocho años de cautiverio, y las sospechas que el feliz acontecimiento levanta en una agente de la CIA, para quien, previo chivatazo del enemigo, el aclamado héroe en realidad es una célula terrorista durmiente que Al-Qaeda ha conseguido infiltrar en suelo estadounidense, después de un buen lavado de cerebro. El argumento, adaptado de una serie israelí titulada Hatufim (Prisoners of War),  no suena muy Showtime, pero ahí tenemos a  la HBO  emitiendo Enlightened, otro producto con un personaje extremo 'showtimero' interpretado por actriz de renombre (Laura Dern), o a Starz, el templo del exceso espartaquiano que se ha atrevido con Boss, un drama sobre la corrupción política de Chicago encabezado por Kelsey Grammer, que podría ir también en la parrilla de AMC. Lo dicho, el cable está patas arriba esta temporada.

Para desequilibrada la vida de de nuestra protagonista, Carrie, la agente de la CIA encarnada por Claire Danes. Brillante y pasadísima de vueltas, la actriz pone una mirada gélida, de reptil, al servicio de la paranoia de un personaje que no está para ejercer sus funciones ni mucho menos. Automedicándose en secreto y cuestionada por todos sus colegas y su mentor dentro de Langley, Saul Berenson (Mandy Patinkin, Mentes Criminales), Mathison opta por salirse de los canales y protocolos oficiales, y emprende su particular y obsesiva caza al terrorista, haciendo gala de una temeridad malsana, que está justificada por el estado mental del personaje. Su testarudez y empeño en derribar a Abu Nazir, un alto cargo de Al-Qaeda, hace que llene de cámaras la casa del sargento Nicholas Brody, el soldado rescatado y supuesto traidor de la patria interpretado por un Damian Lewis hermético y turbio, muy alejado de la imagen amable del sargento Winters.

Gracias a esos maratones a lo Gran Hermano que Carrie se pega en el sofá de de su casa (aunque pronto se le acaba la diversión), somos testigos de los primeros momentos de la lenta y dolorosa readaptación del sargento Brody a un hogar que ha cambiado demasiado en su ausencia. Su mujer, Jessica (Morena Baccarin, V), ha encontrado consuelo en los brazos del mejor amigo de Brody, el también militar Mike (Diego Klattehoff), mientras que sus hijos, la adolescente Dana y Chris, lo ven como un extraño. Esta trama se imbrica perfectamente con la de espionaje, ya que a través de las escenas domésticas de Brody (no ésas de sexo crudísimo e incómodo, sino las que Carrie no alcanza a ver), entendemos que la espía no puede andar desencaminada en sus teorías, por más que los hechos y los métodos más ortodoxos la pongan en entredicho.



Se produce un juego de apariencia y conocimiento incompleto que nos impide como espectadores tomar partido en favor del cazador o la presa. En un primer plano más evidente, vemos a Brody como la víctima de las obsesión invasora de Carrie, que no parece tener ni límites ni ética. pero en un segundo plano, los flashbacks de Brody y su comportamiento cuando está solo nos revelan que  hay algo más oscuro y complejo por debajo de las cicatrices de guerra del soldado. ¿Quién es la serpiente pitón y la rata? ¿O estamos ante dos pitones disfrazadas de ratas? ¿O dos ratas? Sea como sea, ambos personajes protagonistas, o antagonistas según se mire, tienen más cosas en común de las que saltan a simple vista, y en su duelo psicológico podrían hallar ese entendimiento que claramente no encuentran en sus ambientes. Los dos son unos apestados;  una por no plegarse a los intereses más burócratas de unos jefes que la toma por loca en sus indagaciones; y el otro, por ser un aparente pobre alma, al que el gobierno estadounidense utiliza como herramienta para su propaganda bélica. Pero, sobre todo, Carrie y Brody son seres transformados por una guerra global iniciada el mismo día en que cayó el World Trade Center, con todas las consecuencias que esta guerra ha conllevado a nivel personal, de países, y del mundo entero... Y de la industria audiovisual de la última década, como apunta Nahum.

Como buen thriller de manual acabamos montados en una montaña rusa, cuyas cuestas se ven todavía más acentuadas gracias a unos personajes poco fiables en el mejor sentido. No podemos adivinar cuál será el siguiente movimiento de Carrie o Brody lo que hace que asistamos a cada nuevo capítulo con ojos nuevos y preparados para cualquier sorpresa. En cinco episodios emitidos de un total de doce, Homeland, no ha bajado la guardia en ningún momento, encaramándose al podio (si es que no está ya en el cajón más alto) de los mejores estrenos de la actual temporada.

Velocidad de crucero, necesaria crítica sociopolítica e interpretaciones clavadas. Si ésta es la nueva chaladura de Showtime, bienvenida sea.