miércoles, 28 de diciembre de 2011

Homeland, el enemigo es doméstico

En este informe no hay censura, así que te vas a encontrar unos cuantos spoilers entrelíneas.

La mejor serie de estreno del año. Ya pueden venir la Guardia de la Noche desde el Muro y todos los Lannister con todo su boato, que una sola mirada perturbada de Claire Danes en modo Carrie Mathison los derrite cual llamarada de legendario  dragón Targaryen. Personajes fascinantes, actuaciones de 10, y un manejo desquiciado (y desquiciante) de la tensión dramática son lo que dan a Homeland ese honor en mi escalafón privado. Y estas cualidades pueden darle premios si los que votan al otro lado del charco se arriesgan con un producto que no se casa con nada ni nadie.

Gran parte de las cosas que han hecho grande a Homeland en su temporada de debut en un Showtime que le está dando fuerte al drama las expliqué en un post, que escribí cuando había visto los cinco primeros capítulos. Más o menos en el ecuador de esta entrega. Me preguntaba si Carrie o Brody, almas perdidas y repudiadas, se perseguían el uno al otro, o eran los dos objetos de persecución. Al final ha resultado ser un poco de ambos. Carrie tenía razón en su caza y captura del marine convertido en terrorista, pero para demostrar esa verdad, ha tenido que pagar un peaje a los infiernos de su ser bipolar y paranoico, que se ha desatado. Ahora su enemigo ya no sólo el otro, el otro del que se había enamorado y que delata su enfermedad al ínclito Estes, sino la parte más oscura de ella misma que persigue y amenaza con cargarse su carrera, exponiéndola frente a unos jefes con mucho que esconder, y que no dudan en cortarle los hilos a una marioneta que, además de no servirles, puede resultar una amaneza a largo plazo.

Porque, a veces, las verdades llevan a otras, y ahí es donde Carrie cierra estos doce episodios. Ella ya sabe la verdad del comportamiento extraño de Brody, pero no sabe toda la verdad sobre Brody, la que le llevó a pasarse al bando de Abu Nazir, y en última instancia, lo que lleva a éste a trazar un plan maestro para destruir a los responsables de la muerte de su hijo, Issa. Carrie se ha quedado a las puertas, otra vez víctima de sí misma, y suplica a su mentor Saul que no le permita olvidar antes de que un electroshock borre esos recuerdos. Pero, ¿y Brody? Se trata de otro personaje dañado hasta el fondo, que, a diferencia de Mathison, se sabe una marioneta de fuerzas que le superan, aunque abraza sus funciones hasta sus últimas consecuencias... de momento.

Si la debilidad de Carrie es su condición de bipolar, la de Brody parece ser su condición de padre. No en vano esta circunstancia está en las dos crisis de fe que parece tener el personaje. La primera, la que lleva a  la conversión  a la causa de Nazir, vista en 'Crossfire' (1x09), y la segunda, la de las escenas frenéticas en el búnker, en 'Marine One' (1x12-13), la estupenda season finale. Brody entabla una relación muy paternal con Issa, mientras que empieza a reconectar con Dana, esa adolescente a ratos abofeteable, a ratos con más ojo que un lince, que se da cuenta de que algo no anda del todo bien con su padre. Ya no tiene tan clara su misión de volar al Vicepresidente Walden, último responsable de la masacre de la escuela de Issa, y último responsable de que todo el asunto sea censurado de los propios informes de la CIA, los mismos sobre lo que Carrie pasaba horas y horas, con o sin bolígrafo verde.

Puede que el lance del búnker (primero haciendo que el chaleco-bomba fallase y la llamada in extremis de Dana) resultase excesivo por utilizar dos recursos claramente en un intento de alargar la tensión. Hubiera bastado con uno, el segundo, el más orgánico de acuerdo a la evolución del personaje, pero si había que dar alas a la segunda temporada de la serie, no resultó una salida para nada impostada. Brody tiene una nueva misión, una incluso más complicada que la tenía en un principio (intrigar desde las altas esferas gracias a su nueva posición de congresista y hombre de confianza de Walden), igual que la tiene Carrie. El contador a cero, otra vez, solo que ahora el depósito está más cargado. Y la única salida es que acaben juntox haciendo frente a sus demonios, y verdades, tal y como se vislumbró en ese maravilloso 'The Weekend' (1x07).



A la nueva situación también se ha visto arrastrado Saul, un personaje sobre el que existía la sombra de una posible traición a Carrie, y de motivos turbios (ese polígrafo atacado de 'The Good Soldier'-1x06-) pero que ha probado una lealtad sólida a su brillante pupila, incluso con movimientos sorprendentes como ese chantaje al mismo Walden. La duda constante y la crítica sobre las actuaciones y métodos del gobierno y departamento de seguridad estadounidense después del 11-S (en este caso, presentándolos como una panda de mediocres y cobardes burócratas) no es nueva pero en Homeland toma vida gracias a unos personajes que se ponen a prueba a si mismos en lo que entienden como lealtad a su patria. ¿O es que nadie quería que a Brody no le fallase la bomba? El gris se apodera de la serie en toda su extensión y es imposible no comprender los motivos de uno y otro terrorismo: el del Estado y el de Al-Qaeda.

Pocas máculas se le pueden contar a Homeland salvo en el plano familiar con el personaje de Jessica y Mike, que después de la catarsis de la barbacoa, aparecen muy desdibujados. Ella parece cambiar de chip completamente a pesar de que no pocas veces se nos aclaró que estaba enamorada de su amante, mientras que éste desaparece para volver en una ocasión puntual. Puede que sea un juicio prematuro porque las apariencias siempre engañan, pero es un cuadro que, al menos en esta primera temporada, contrasta con lo bien armados que están el resto de personajes. Otro tanto también encontramos en el lado de la conspiración, con un Tom Walker del que no sabemos nada sobre su 'resurrección' como tampoco su proceso de conversión tal y como vemos con Brody

El recital de locura ofrecido por Claire Danes son el pase que le va a reportar con mucha probabilidad un racimo de galardones bien merecidos. Damien Lewis, más contenido, se postula también como premiable,  y es una lástima que Mandy Patinkin no haya cerrado la trinidad en nominaciones recientes. Lo cierto es que el cada miembro del reparto está en su sitio, brindando uno de los más gratificantes espectáculos que se pueden ver en televisión actualmente.

La segunda temporada tiene el reto de hacernos recordar esto.

domingo, 18 de diciembre de 2011

La esposa sigue viva y rabiosa

ATENCIÓN: Spoilers de la fall finale de The Good Wife.

Que nadie se piense por el título que estoy escribiendo bajo el influjo de una Shakira trasnochada y disléxica pero, justo cuando los Globos de Oro la acaban de ignorar en su (siempre) cuestionable lista de nominadas a mejor serie dramática, The Good Wife se ha ido de vacaciones navideñas desmostrando que retiene esa bestialidad que la hizo grande en mayo. ¿Estaban los periodistas de la prensa extranjera de L.A. ebrios y bailando 'feats.' de Pitbull  en un bar de mala muerte cuando hicieron las nominaciones?

Todos aquellos que la acusaban de haber perdido sus zarpas en esta tercera temporada, y de que Alicia resultó no ser la leona de los pósters promocionales, han escuchado un rugido de Lannister bastante fuerte con ese 'What went wrong' (3x11) con el que el matrimonio King ha vuelto a atacar y a dejar claro quién manda. Estos primeros capítulos no han continuado la intensidad de los la recta final del anterior volumen, pero es que después de una buena tormenta, siempre ha de llegar la calma. Y tampoco es que las cosas hayan estado muertas en el bufete de Will y Diane. Sí, no pasaba nada a gran escala, pero la tensión seguía recorriendo los pasillos con rencillas y ambiciones escondidas en la sombra. The Good Wife nunca ha sido una serie que se caracterice por una claridad en todas las motivaciones de sus personajes, y mucho menos por un afán de resolver sus conflictos cuanto antes y por la vida más rápida. En esto es una serie sutil, real, compleja y hasta opaca como su protagonista y, por tanto, va pareja a su forma de actuar. Cuando Alicia esconde sus emociones (que es muy a menudo) también lo hace el resto. Incluso cuando duda, todo el entorno se agazapa en la trinchera, pero sin que eso signifique que paren las maquinaciones.

Alicia ha jugado a un excitante juego de seducción prohibido con Will, pero en el fondo sigue dando un segundo pensamiento a sus acciones. No iba a cambiar de la noche a la mañana por acostarse con su jefe y antiguo colega de la universidad. Will es sólo una de más de las conquistas de esta mujer desde que empezó la serie, y cuando se caparan tantos territorios a la vez, empiezan los debates internos sobre a qué darle prioridad. Ése el precio de la liberación y el temor de Alicia es ser negligente con lo que más le había costado conquistar: su imagen como profesional y la confianza de sus hijos tras la separación de Peter. La complicada situación con Will ponía en jaque todo esto. Estos primero capítulos han sido el periplo realista de una Alicia presionada por muchos frente abiertos, a punto de convertirse en alguien importante dentro del bufete, y sin nadie con quién compartir el peso de la presión. Traicionada por Kalinda, la 'wifey' estaba sola.

Parece que ahora Diane se ofrece como apoyo, pero Lockhart, como todos los personajes en esta serie, tiene su propia agenda bajo el brazo. Esta mujer tiene tanto olfato para los tratos como para oler movimientos a cinco kilómetros a la redonda, y enseguida fue consciente del tema Will-Alicia. Y como buena capitana del barco, vio el iceberg que esto supone. Diane ve la amenaza de un Peter Florrick recién rencaramado a su puesto de Fiscal del Estado sobre su bufete (su objetivo no es otro que Will) y hace lo que tiene en su mano para protegerlo. Nunca ha quedado muy clara cuál es la consideración que Diane tiene hacia Alicia, pero más allá del respeto que poco a poco ha ido sintiendo por su empleada, lo cierto es que Alicia nunca ha podido sacudirse ese halo de Caballo de Troya a ojos de Diane. Y viendo cómo de serio está el asunto, Diane ha decidido apostar fuerte y ahora la quiere tener cerca como socia del bufete, brindando a Alicia una de esas butacas que ésta acarició en la segunda temporada.

Peter, por su parte, también se ha acercado a sus enemigos para lograr sus objetivos de la forma menos notoria posible, pero lo que él no sabe es que detrás de la sonrisa radiante de su rival en las elecciones,  Wendy Scott-Carr, duerme una perra del infierno vengativa que está dispuesta a cavar lo más profundo posible hasta derrotarle. La sorpresa del undécimo episodio es de esos 'game changers' de los que tanto se vanagloria Shonda Rhimes y que aquí no son motivo de chascarrillos.

Wendy aka 'Te-vas-a-acordar-del-día-en-que-naciste' Scott-Carr

Anticiparse a unos Cary y Dana, pajes oficiales de Peter, actuando a su vez de títeres de Scott-Carr, una vez descubiertas las verdaderas intenciones de ésta, puede ser un auténtico festival. Y más siendo testigos de ese juego a tres bandas con Kalinda, del que todavía estamos viendo los primeros compases, pero que ha sido suficiente para poner en guardia a Lockhart & Gardner gracias a la información que ha ido consiguiendo la investigadora. Kalinda, a nivel individual, por fin, ha empezado a recontruir los puentes con Alicia. Ese 'Parenting Made Easy' (3x10) que sirve de prólogo a 'What went wrong' fue un prólogo de todo lo que es capaz de hacer este personaje del que, como siempre, sabemos menos de lo que pensamos.

Eli Gold ha encontrado también en Kalinda una 'partner in crime', enviándola a descubrir la morralla de clientes y rivales, que ha brindado escenas entre los dos que se estaban esperando desde hacia tiempo, y puede que haya más. Eli en solitario no ha terminado de estar aprovechado todo lo que debería, salvo unos casos (como el de los quesos contra las verduras) que han servido de acicate cómico en contraste con lo que se estaba cociendo entre la Fiscalía y el bufete. No se ha visto mucha de la  influencia que, como asesor de Peter, pudiera tener en la firma, aunque inevitablemente Eli se va a ver involucrado en la lucha y no desde el bando que todo el mundo pensaba. Lo que haga a partir del ofrecimiento de Will, es cosa del señor Gold.

Todo este potaje se ha estado cociendo a fuego lento al calor de unos personajes, principales y recurrentes que siguen en plena forma, y son el mayor tesoro de The Good Wife junto con sus guiones. Ahora ha comenzado a entrar en ebullición... Y todavía queda gas de sobra para que alcance el punto máximo de temperatura, diga lo que diga una lista de nominados.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Tramposillos estresados, adjetivos explotados

Pocas veces este blog ha sido dado al comentario 'meta' u ombliguista, es decir, sobre el propio placer u oficio de analizar y comentar casualmente series de televisión. Hoy, sin embargo, me gustaría tocar el tema. ¿Por qué? Pues del mismo modo que hace unos días Miss MacGuffin reflexionaba sobre la pérdida de perspectiva de las críticas televisivas semanales, he venido notando en mis lecturas (y en mí misma), una tendencia a explotar ciertos adjetivos, haciendo que pierdan todo su valor en cada uso, además de resultar muy irritantes cuando se aplican a productos que no han tenido tiempo para hacerse merecedores de tal calificación. 

Comenté en Twitter que, si por mi fuera, elimininaría 'tramposo' del vocabulario seriéfilo. Es de esas palabras que más se asocian a esta epidemia de impaciencia y de adelantarse a los acontecimientos que asuela el criterio de muchos aficionados. Hoy en día, cualquier giro en una serie, es suceptible de considerarse una trampa, o eso parece. ¿Acaso no cualquier narrativa no es en el fondo un maravilloso plan maquiavélico en el que picar? ¿Hemos perdido, como aficionados exigentes, capacidad de inmersión en el relato o de confianza en los autores? ¿O es que hemos olvidado de que somos unos meros espectadores que no sabemos más que el narrador acerca de esos personajes? Y, en última instancia, qué más darán ciertos efectismos mientras no se rompa la coherencia interna del relato y del universo que se ha creado (y más si se trata de un relato que demuestra vivir de las "trampas" desde el principio). Sin mecanismos que fuercen el drama, o pongan en jaque planteamientos con cierta frecuencia, no estaríamos hablando de ficción, sino de rutina de la más aburrida. Bajo mi punto de vista, no se puede disfrutar de una serie si se va todo el rato tan a la defensiva, y menos calificar a las de estructura más serializada de traicionera cuando ni siquiera se ha llegado a final de temporada. Observemos en qué acaba la historia antes de emitir juicios, de sentirnos insultados y, por tanto, gritar con todo el derecho: ¡Tramposa, me has engañado!

Mientras estudiaba la carrera, los profesores nos machacaban con el uso de expresiones, adjetivos o comparaciones manidas. En esta conversación que mantuvimos unos cuantos compañeros salieron joyas del tipo 'pretencioso', 'sobrevalorado' o 'es demasiado familiar', pero quisiera pararme en otra expresión cuyo abuso también denota ese estrés seriéfilo tan extendido en esta era de Internet, los spoilers, las filtraciones y las explosiones a lo Michael Bay: la inagualable 'de relleno'. Cuando estamos ante esos episodios embotellados en la que la trama avanza de cero a nada, y en su lugar vemos desarrollo de personajes sin parar... Ese capítulo musical 'Brown Betty' de la segunda temporada de Fringe, el polémico 'Unfinished Business' de Battlestar Galactica o, por poner un ejemplo reciente, el 'Crossfire' de la temporada de debut de Homeland. Esa clase de episodios, que,  siendo trabajos muy buenos, desatan tembleques porque no traen consigo subidones. Para no terminar prendiendo fuego a tu propia obra, y dosificar la metralla, a veces, este tipo de entregas son necesarias. Que Ryan Murphy esté obsesionado por conseguir orgasmos en cinco segundos, no quiere decir que el resto tengamos que seguir su ejemplo. No niego que existan auténticas zorzas para rellenar chorizo ahí fuera pero, en algunos casos, hay un trecho largo a calificar un episodios como del montón por tener un carácter más pausado que los que le preceden.

Luego están esos traumas de diván que siempre regresan a casa por Navidad. Como bien dijo @keitza, mentar a Lost o su final en cualquier conversación sobre series es digno de la Ley de Godwin. De verdad, lo que pasó, pasó, hay que superarlo. Aquí reconozco que no soy muy imparcial, porque la susodicha no es santo de mi devoción, pero utilizar esta serie como piedra de comparación para toda producción venidera comienza a resultar muy cansino. Por eso, no muy lejos de este camino anda 'la nueva/el nuevo', otro quiste en el teclado o la lengua muy difícil de erradicar. Ya es sufuciente con que el departamente de márketing de las series utilicen este título como para que también nosotros le hagamos la ola (y, claro, luego vienen las decepciones...). Comparar viejos amores con sucesores nunca sale bien.

Cortar estas y otras coletillas odiosas cuesta lo suyo, pero ahí voy trabajando. Y vosotros, ¿tenéis algún adjetivo o expresión en particular que os ponga de los nervios cuando leéis o habláis de series?

viernes, 2 de diciembre de 2011

Fresh Meat, una sobre novatos

Las fusión entre los dos grandes macrogéneros de ficción, el drama y la comedia, no es nada nuevo. Hoy en día, puedes encontrarte con comedias con trazos de dramón, y viceversa, en las parrillas de cualquier canal.  Igualito que en algunas tiendas Bershka (pronunciado 'breska', 'breshka', 'freshka', según la zona), territorio histórico de la moda chonil, donde desde hace unos años existe un reducto de género entre pijo-rockerillo (para ellas) y friki (para ellos) de lo más curioso. Una podría pensar que la marca está intentado reconciliar en un sólo local tribus urbanas en las antípodas las unas de las otras, del mismo modo que las series ya no tienen miramientos por mezclar géneros y formatos. El último éxito llegado del Channel 4 británico, Fresh Meat, además de poner a convivir risas y lágrimas,  se toma en serio lo de las especies urbanas y nos presenta un clúster de personajes cada uno de su padre y de su madre.

Con un formato al parecer bastante utilizado en las comedias de la islas, a razón de 40 minutos por episodio, Fresh Meat nos cuenta en ocho entregas las vidas de seis estudiantes universitarios que comparten casa en Manchester: Howard (Greg McHugh), Josie (Kimberley Nixon), Kingsley (Joe Thomas), Vod (Zawe Ashton), JP (Jack Whitehall) y Oregon (Charlotte Ritchie). Ninguno de ellos son amigos, y todos menos Howard son estudiantes de primer año de carrera, lo que da título a la serie. Los chicos estudian todos geología, mientras que Vod y Oregon le dan a la literatura y Josie a la odontología.

Hasta aquí llegarían los posibles puntos en común entre los personajes, porque cada uno de ellos representa un estereotipo diferente como si fueran parte del cast de una edición de Big Brother: Howard es el freak escocés; Josie, la buena chica que no ha visto nunca más allá de su ciudad, Cardiff; Kingsley, el virgen pagafantas enamorado de Josie; JP, el niño rico insoportable; Vod, la fumada, y Oregon, la alternativa.

Sin hacer grandes aspavientos y sin ser nada del otro mundo, tantos a nivel de escritura como de estética, la serie resulta un entretenimiento bastante simpático, quizá porque no pone grandes pretensiones sobre sí misma, ni busca los gags constantemente. Por el contrario, explota ese humor 'awkward', escatológico tan propio de los productos británicos, que ayuda a que los personajes tengan un aura de patetismo y de poco glamour que los hace mucho más cercanos. A medida que vemos a los personajes convivir en esa casa de locos, de montar fiestas de dudoso éxito, de forjar amistades o encajar en el grupo de los guays de la facultad, se va desmontando poco a poco esa imagen con la que se los nos presentó en un principio de forma bastante efectiva y nada artificial.

Fresh Meat ya está renovada para una segunda temporada que viene caída del cielo si se piensa en cómo se dejan algunos cuestiones convenientemente sin resolver en el último episodio, algo que también ocurre con Sirens, otra serie del mismocanal que, por desgracia, no tendrá continuación.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Torchwood 3, Children of Earth

De todos los que hemos visto Torchwood es bien sabido que el ritmo cardíaco de esta serie nunca ha sido muy regular. Ya lo demostró en la primera temporada, con episodios brillantes mezclados con entregas bastante olvidables, y con una segunda entrega que corregía errores pasados, aunque se apreciaba todavía ciertas limitaciones que impedían a la trama y los personajes desarrollar todo que lo que podían dar de sí. Por suerte, estas barreras no estuvieron presentes en el momento de cerrar aquel volumen de trece capítulos, y todo lo que viniera después de esa season finale podría significar el fracaso más estrepitoso o la confirmación de que la serie, por fin, había descubierto la veta que debía explorar desde su concepción como 'spin-off' de Doctor Who para el público adulto. Para alegría del espectador fiel, Torchwood: Children of Earth vino a demostrar lo segundo y mucho más.

Russell T. Davies y su equipo anduvieron muy inspirados entre 2008 y 2009. El final de legislatura 'whovian' y el ejemplo de alta ciencia-ficción que muestran en la tercera parte de las aventuras de los inqulinos de la base Torchwood Three de Cardiff (Gales) son los testimonios que nos dejan de ese período, que no es poco. Si bien con Doctor Who no hubo muchos cambios con respecto a la estructura y tono de otras temporadas, en Torchwood se produce una transformación radical. De los trece capítulos habituales, en los que se combinaban casos procedimentales con arcos argumentales cortos, pasamos con Children of Earth  a cinco episodios con una única premisa argumental que se desarrolla a lo largo de cinco días (a día por episodio). Una miniserie con un gran reto que resolver que es el que da título a la temporada. Tan serializado es el carácter de Children of Earth que la BBC decidió emitir un episodio por día durante una semana de julio, y viendo la calidad y riesgo del producto, no extraña para nada que la hayan programado nada menos que en el primer canal de la cadena.

No exagero cuando digo que estos escasos cinco capítulos están ya en el altar de la ciencia-ficción más cruda y social junto con mi adorada Battlestar Galactica (SyFy, 2003-2009). Del mismo modo que ésta es una metáfora de la política, religión, sociedad y supervivencia (entre otras cosas) en el mundo post 11-S, la tercera temporada de Torchwood se alinea en esa parcela y centra su discurso en una crítica feroz de la podredumbre de la clase política, de la arbitrariedad con la que se toman ciertas decisiones vitales para el bienestar de la población y la cobardía con la que se oculta información relevante a la misma.  Y todo ello lo muestra a partir de una amenaza extraterrestre, los llamados '456', que llegan a la Tierra reclamando niños como tributo (a lo Minotauro) a cambio de la no destrucción del planeta. Dicho así, la trama suena muy simple, pero no voy a entrar en más detalles porque sería desvelar demasiado acerca de las dimensiones del problema y, en especial, sacrificio al que se ven sometidos los personajes.

El guión no deja títere con cabeza, con unos diálogos nada complacientes y horriblemente honestos, y tampoco duda en poner al Capitán Jack Harkness y compañía en situaciones límite como nunca antes habían experimentado. El tono y la atmésfera no deja de oscurecerse conforme pasan los episodios, lo cual también afecta a la gran constante y enigma del universo Torchwood: Jack. De éste seguimos sabiendo detalles de su pasado que, en esta ocasión, regresa para darle de lleno en ese entrañas inmortales suyas. Children of Earth también supone un viaje distinto para los compañeros de Harkness que se ven presas de circunstancias inesperadas y de los que conocemos algo más de sus vidas personales.

¿Se pueden dejar de lado las dos primeras entregas y ver directamente la miniserie? La tercera temporadaes el culmen de un viaje que, puede que haya ido a trompicones, pero que cuando ha llegado a su destino ha regalado un producto espectacular en su género y que pone a sus protagonistas en el lugar que siempre han merecido. De no haber anunciado el rodaje de un cuarto volumen, titulado Miracle Day, este Children of Earth hubiera servido como perfecto colofón a toda la serie. El listón está muy alto.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Doctor Who 4, fin de ciclo



Estos días el 'fandom' de Doctor Who anda un poco revolucionado al saberse la noticia de que la división internacional de la BBC y David Yates (director de las peores películas de Harry Potter, pero aclamado por la miniserie State of Play -2003-) están preparando el asalto a la gran pantalla del legendario Señor del Tiempo. Y cuando digo "un poco revolucionado", igual me estoy quedando corta tratándose de una franquicia transmediática con casi 50 años de historia y de culto fan a sus espaldas. Pese a que los cambios de rumbo son parte de la idiosincrasia de Doctor Who tanto como los repentinos desvíos en el destino de la TARDIS, éstos siempre causan fuertes seísmos en las bases de seguidores. En 2005 lo causó Russell T. Davies cuando tomó las riendas de la resurrección de la franquicia, con opiniones para todos los gustos entre fans históricos y neófitos, y volvió a hacerlo en 2009 cuando cerró su etapa como 'showrunner'. Cuatro años en los que el galés amplió el universo 'whovian' en toda su extensión, adaptándolo a las formas de producción mediática del S. XXI antes de pasar el testigo al guionista más dotado de la sala: Steven Moffat.

La cuarta temporada de Doctor Who emitida en 2008 y los cuatro especiales siguientes suponen el grueso del epílogo de Davies como capitán del barco, pero también suponen el adiós de David Tennant, el actor que dio vida a la décima encarnación del Doctor tras el fugaz pero intenso paso de Christopher Eccleston en la primera temporada de la serie nueva. Tennant se apropió del personaje, dotándolo de unos matices muy diferentes de los de su antecesor (también motivados por la propia evolución del personaje), y terminó por meterse en el bolsillo a gran parte de la platea, por lo que todos los esfuerzos se encauzaron para darle una salida por todo lo alto. Desde el especial de Navidad de 2007 'Voyage of the Damned' (4x00), donde aparece Kylie Minogue hasta el especial navideño de 2009 'The End of Time Part II', el aroma a adiós queda patente, tanto en el guión (con sutiles referencias al final del Doctor que van en aumento conforme pasan los episodios), como en la factura de la producción de la serie nueva, a años luz de esos entrañables maniquís cutrelux de 'Rose' (1x01). El Titanic, los adorables 'adipositos', las ruinas de Pompeya, el planeta de los Ood, el cuartel general de UNIT, la casa de Agatha Christie, las cataratas Safiro, el planeta Biblioteca, el Londres actual, y otros tantos lugares son indicativos de lo ambicioso de la propuesta visual.

Pero no sólo hay que tirar la casa por la ventana con los efectos, sino también se recuperan  personajes que han formado parte del periplo del Doctor en esta etapa, en la mejor tradición de los 'crossovers all stars'. Y esta premisa se lleva al pie de la letra en el caso de la acompañante del Doctor que no es otra que Donna Noble (Catherine Tate), la deslenguada  protagonista del especial 'The Runaway Bride' (3x00), que abría la tercera temporada. Basta como ella sola e ingobernable, los constantes choques de Donna con el Doctor, al que no quiere en su cama (a diferencia de Rose Tyler y de Martha Jones antes de recapacitar), brindan los momentos más cómicos de la serie, además de forjar una sólida amistad sólo a prueba de Daleks. La gran química entre Tennant y Tate es evidente en todas sus escenas.

Como ya es rutina en la historia de Doctor Who, las peripecias  y el destino de las 'companions' dicen mucho del impacto que este alienígena viajero en la vida de aquellos humanos (su raza preferida del Universo) con los que se cruza.  En este sentido, Donna y Rose son distintas caras de una misma moneda, de lo que ocurre cuando alguien y, también su familia de paso,  se acercan demasiado al Doctor, como bien le previene Martha a Donna en el díptico 'The Sontaran Strategy' y 'Poison Sky' (4x04-05). Y, visto lo visto y sin entrar en detalles spoileantes, Donna tiene menos motivos para sonreir que Rose.

Esto último ya puede dar una idea del halo de trágico que impregna la temporada, la más satisfactoria del ciclo de Davies a todos los niveles. No hay un capítulo, ni siquiera los de la primera mitad del volumen, normalmente los de tono más ligero, que pequen de dejadez en las tramas. Pero lo mejor es que este hecho alcanza cotas antes nunca vistas en el reboot a partir de ese espectacular binomio que es 'Silence in the Library' y 'Forest of the Dead' (4x08-09) firmado por Moffat, en donde éste introduce al personaje de la misteriosa arqueóloga River Song (Alex Kingston), un personaje que al parecer sabe muchísimo sobre el Doctor y que es clave en las nuevas aventuras de la undécima reencarnación interpretada por Matt Smith y comandado por Moffat. Sin duda, otra razón más para no desechar las aventuras del Noveno y del Décimo Doctor si hay que recomendarle la serie a alguien en unas condiciones estándar y asequibles que no impliquen remontarse a los verdaderos inicios de la etapa clásica para hacerse con toda la mitología. En mi humilde opinión, Moffat dejó anclas relevantes de sus futuras novedades ya durante la etapa de Davies como para considerar su visión algo enteramente desligado del periplo de  Doctor Who a partir de 2005.

Como hemos dicho, la presentación de River Song abre un racimo de episodios para enmarcar, de un poso dramático y tinte más oscuro que se permean a la perfección con la ráfaga de emociones y con la megalomanía épica y aventuras alocadas que han marcado el paso de Davies por la franquicia.  La claustrofobia de 'Midnight' (4x10)  las consecuencias nefastas para el mundo si Donna nunca hubiera conocido al Doctor, en 'Turn Left (4x11) hasta llegar a la batalla de las batallas en el doble 'The Stolen Earth' y 'The Journey's End' (4x12-13).  Todos estos episodios suponen una maratón de obstáculos que dejan al corredor exhausto, pero también apleado y roto por dentro. Más, más y más... "Run!"




Especiales irregulares.

Con este bagaje el listón estaba demasiado alto para los cuatro especiales que terminan de cerrar el ciclo. 'The Next Doctor', una aventura de un hombre de la época victoriana, encarnado por David Morrisey (State of Play), que asume la identidad del Doctor aburre por momentos y la trama parece tener más pinzas de las necesarias. Algo más interesantes son 'Planet of the Dead' (en los que salen Michelle Ryan la actriz del funesto remake de Bionic Woman y Daniel Kaluuya de The Fades) y, sobre todo, 'The Waters of Mars' que anticipan no sin poca intriga qué será lo que acabe con esta encarnación del Doctor. En  el tercer especial, el más sólido de todos es muy curioso como se confronta la naturaleza de semidios del Doctor y su capacidad para intervenir en el transcurso de los acontecimientos, que termina por enlazar con el último de los especiale.

Dividido en dos partes, 'The End of Time' constituye una despedida agridulce. En primer lugar, por su planteamiento, que retoma a cierto enemigo cuyo retrato aquí resulta trasnochado y cansino, y en segundo, por un excesivo metraje en el libreto del propio Davies que lastra todo el conjunto. Los mejores momentos vienen de la mano de Wilf Mott (Bernard Cribbins), el abuelo de Donna, que se llevó buena parte de mi frustración inicial cuando terminé el episodio, y de la aparición estelar de Timothy Dalton como Lord Rassilon, en lo que conforma la guinda a la pasarela de caras conocidas de todo este año. Desde luego, el antiguo James Bond podría haber sido un Doctor muy digno.

Me reservo los detalles sobre la escena final antes de la regeneración porque con pocas palabras y simples gestos encapsula muy bien el carácter de este gran Décimo Doctor construido entre Davies y Tennant, que ahora nos dicen "Allons-y!"... hasta "Geronimo!".

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Recordar los cuentos

La ABC acaba de dar la campanada en la liga de las 'networks' con el producto más inesperado, después de un par de años intentando encontrar una nueva Lost con la que arrastrar audiencias fieles.  Los responsables de Once Upon a Time, Edward Kitsis y Adam Horowitz, vienen de la cantera de guionistas de la isla, pero su apuesta se aleja bastante de cualquier intento de fenómeno mediático y narrativo para regresar a las bases mismas del arte de contar historias: los cuentos o fábulas de hadas, enterrados hoy en día bajo capas y capas de lecturas y remixes posmodernos, o eclipsados por otras narraciones a priori más adultas y complejas en sus planteamientos morales. No se trata, pues, de un género que esté muy de moda en una audiencia supuestamente de vuelta de todo, y más tratándose de una serie en imagen real y no animada donde el riesgo de caer en la cursilería y la ridiculez estética es demasiado alto. Con este cuadro, las estacas estaban preparadas desde el momento en que se anuncio el proyecto pero, viendo los resultados, se han tenido que guardar. Aunque cabe preguntarse, ¿por qué tanta alergia y prejuicio inicial?

Lo cierto es que a los cuentos no le sentó demasiado bien su traslado a los medios de masas de la mano de Disney. Lo que se ganó en difusión de estos mitos se perdió en complejidad al eliminarse una figura tan importante como la del narrador físico. Los cuentos provienen de la tradición oral y, aunque autores como los hermanos Grimm o Perrault compilasen en tomos las versiones más populares, siempre mantuvieron ese halo de oralidad que los hacía perfectos para ser leídos en voz alta ante una pequeña audiencia activa frente a la hoguera o en la cama. En esa lectura en voz alta se producía un diálogo en que el narrador, normalmente adulto, explicaba los porqués, completando el sentido didáctico del cuento. Siempre hacían falta al menos dos personas, el lector y el oyente, para contarlo. Al pasar al cine, esa interpretación del narrador adulto se esfumó, no había diálogo, de modo que todo el peso intepretativo recaía en el niño, que podía ver la película en solitario, así que necesariamente para que la moraleja quedara lo más clara posible, la historia  y personajes se tenían que hacer más sencillos en su fondo. Los adultos fueron perdiendo responsabilidad en la transmisión de estos cuentos, de ahí que el género pasó a considerarse erróneamente "de niños" en otra simplificación de lo que, en realidad, son historias para todos los públicos.

Teniendo en cuenta este contexto, resulta curiosa la pobre consideración que tienen las historias para todos los públicos, como si esto fuera un síntoma de poca profundidad narrativa. Quizá sean éstos los productos más difíciles de crear por esa aspiración universal que tienen y que implica la construcción de una 'ficción multicapa'. No basta como en Terra Nova (una ficción familiar fallida en este sentido) con que cada personaje apunte a un target específico de la audiencia, sino que la trama debe tener distintos niveles de profundidad que conecten con un amplio espectro de público, desde los más pequeños de la casa hasta sus padres. Y esto, precisamente, es lo que consigue Once Upon a Time, además de resucitar para el medio audiovisual los cuentos de hadas sin traicionar su espíritu original de narración familiar o grupal, olvidándose de cualquier revisión radical de los mitos o de remezclas exhaustivas de la cultura de masas a lo Shreck.

De acuerdo con sus creadores en una entrevista con la crítica Mo Ryan, Once Upon a Time no pretende revisar nada sino intentar conocer aquello que no sabíamos de las fábulas clásicas: "Me gustaría saber por qué la Reina odia tanto a Blancanieves, por qué es mala, por qué Gruñón es gruñón, por qué Gepetto es tan solitario que tiene que construir un niño de madera.  No estamos interesados en recontar los cuentos de hadas. Estamos interesados en las partes que tienen agujeros que necesitan ser rellenados,  o en cosas acerca de las que quizás nunca se había pensado", subraya Kitsis. Sólo hace falta ver el capítulo dos o tres de la serie para caer en la cuenta de que por aquí van los tiros, pero no sólo eso, sino que a la vez todo esta conjurado en una estructura tan serializada que todavía hace más sorprendente que la ficción esté dando alegrías a los audímetros de los domingos en Estados Unidos (medía de 11,5 millones de espectadores y por encima de 3 en la demo comercial).

La historia de Once Upon a Time comienza cuando Henry (Jared Gilmore), un niño solitario y 'normal' que que, por fin, actúa de acuerdo a su edad sin resultar un adulto en miniatura o un niño pesado, se propone devolver la memoria a unos personajes de cuento anmésicos y atrapados en el ficticio pueblo de Storybrooke (Maine)  por obra y gracia de la Reina Malvada (Lana Parrilla, Swingtown), que prefirió condenarse a ella misma y a todos antes de que Blancanieves (Ginnifer Goodwin, Big Love) fuera feliz completamente con el Príncipe Encantador (Josh Dallas). Sin embargo, para poder conseguirlo Henry debe convencer a su recién encontrada madre biológica, Emma Swan (Jennifer Morrison, House), una dura fiadora judicial, de que ella es la hija de Blancanieves y Encantador y, por tanto, la solución del problema. Todo ello, a menos que el rico señor Gold (Robert Carlysle), alter ego del siniestro Rumpelstilstskin, sepa más de lo que aparenta.

Con esta premisa de una realidad donde nadie recuerda quién es, Kitsis y Horowitz logran revitalizar el género, en lo que se convierte en una auténtica búsqueda de los orígenes que es literal en el caso de Henry y Emma, ambos niños que no crecieron con sus padres biológicos, y también metafórica, con todos esos personajes de cuento que viven inconscientemente siendo sombras de lo que fueron en la realidad de fantasía a la que pertenecen (Mary Margaret Blanchard es mucho más apocada que cuando era la intrépida y no tan santa fugitiva Blancanives). Éste es el drama  en el que se ven inmersos los personajes y que conforma la capa adulta y no tan amable de la serie, que se hace presente desde los primeros segundos del capítulo piloto. Vivir en esta realidad, parecido a lo que ocurre en la teoría platónica de la reminiscencia, es el castigo, y la única manera de volver al mundo de las ideas, al que de verdad se pertenece, es ir recordando lo que una vez se fue a partir de las pistas que encontramos aquí abajo, en el mundo sensible. Y en el mundo de Once Upon a Time, esas pistas están en los cuentos de hadas, de los que sólo Henry es capaz de captar su significado oculto por su condición de niño, en consonancia con el loco de las tragedias griegas al que nadie hace caso. He tenido algunas conversaciones por Twitter estos días sobre el tema, y con Crítico en Serie llegué a la conclusión de que no importa demasiado el final feliz total tanto como que los personajes tengan pequeños triunfos que les den esperanza y optimismo de que las cosas irán a mejor, que al final del día es lo que mueve incluso al mundo en el que vivimos nosotros.

Once Upon a Time, a pesar de sus efectos especiales un tanto 'cromáticos', es un producto de los tiempos actuales, como prueban sus elecciones estéticas (por ejemplo, los guiños intertextuales a Lost y a todo el mundo de Disney, que para algo la ABC es parte del conglomerado del tito Walt), pero también lo es en cuanto a sus características narrativas (la ya citada realidad sin memoria) y el mensaje de fondo que a través de ellas pretende transmitir en una sociedad que atraviesa una crisis económica escalante, y que conecta con la función original que tienen todas las narraciones en su conjunto. En el episodio piloto, Kitsis y Horowitz se encargan de hacerla patente en boca de la propia Mary Margaret/Blancanieves en una autorreferencia meta para nada disimulada:  "¿Para qué crees que son las historias? Estas historias, clásicos, hay una razón para que todos las conozcamos. Son una forma de lidiar con nuestro mundo, un mundo que no siempe tiene sentido".

domingo, 6 de noviembre de 2011

Homeland, la pitón y la rata

Una especie de esquizofrenia parece estar sacudiendo a los canales de cable este año, muy parecida a la que padece Carrie Mathison, la protagonista de Homeland, el doble éxito de crítica y público de la casa de los personajes chungos y borderline por excelencia: Showtime. Carrie, con su condición, podría acompañar perfectamente a Jackie, a Cathy o a la Botwin,  pero su entorno recuerda más al de un producto serio de la HBO o la AMC sección Rubicon. Con Homeland estamos nada menos que ante un thriller de espías y conspiraciones en el que se relata la vuelta a casa de un prisionero de la guerra afgano-iraquí tras ocho años de cautiverio, y las sospechas que el feliz acontecimiento levanta en una agente de la CIA, para quien, previo chivatazo del enemigo, el aclamado héroe en realidad es una célula terrorista durmiente que Al-Qaeda ha conseguido infiltrar en suelo estadounidense, después de un buen lavado de cerebro. El argumento, adaptado de una serie israelí titulada Hatufim (Prisoners of War),  no suena muy Showtime, pero ahí tenemos a  la HBO  emitiendo Enlightened, otro producto con un personaje extremo 'showtimero' interpretado por actriz de renombre (Laura Dern), o a Starz, el templo del exceso espartaquiano que se ha atrevido con Boss, un drama sobre la corrupción política de Chicago encabezado por Kelsey Grammer, que podría ir también en la parrilla de AMC. Lo dicho, el cable está patas arriba esta temporada.

Para desequilibrada la vida de de nuestra protagonista, Carrie, la agente de la CIA encarnada por Claire Danes. Brillante y pasadísima de vueltas, la actriz pone una mirada gélida, de reptil, al servicio de la paranoia de un personaje que no está para ejercer sus funciones ni mucho menos. Automedicándose en secreto y cuestionada por todos sus colegas y su mentor dentro de Langley, Saul Berenson (Mandy Patinkin, Mentes Criminales), Mathison opta por salirse de los canales y protocolos oficiales, y emprende su particular y obsesiva caza al terrorista, haciendo gala de una temeridad malsana, que está justificada por el estado mental del personaje. Su testarudez y empeño en derribar a Abu Nazir, un alto cargo de Al-Qaeda, hace que llene de cámaras la casa del sargento Nicholas Brody, el soldado rescatado y supuesto traidor de la patria interpretado por un Damian Lewis hermético y turbio, muy alejado de la imagen amable del sargento Winters.

Gracias a esos maratones a lo Gran Hermano que Carrie se pega en el sofá de de su casa (aunque pronto se le acaba la diversión), somos testigos de los primeros momentos de la lenta y dolorosa readaptación del sargento Brody a un hogar que ha cambiado demasiado en su ausencia. Su mujer, Jessica (Morena Baccarin, V), ha encontrado consuelo en los brazos del mejor amigo de Brody, el también militar Mike (Diego Klattehoff), mientras que sus hijos, la adolescente Dana y Chris, lo ven como un extraño. Esta trama se imbrica perfectamente con la de espionaje, ya que a través de las escenas domésticas de Brody (no ésas de sexo crudísimo e incómodo, sino las que Carrie no alcanza a ver), entendemos que la espía no puede andar desencaminada en sus teorías, por más que los hechos y los métodos más ortodoxos la pongan en entredicho.



Se produce un juego de apariencia y conocimiento incompleto que nos impide como espectadores tomar partido en favor del cazador o la presa. En un primer plano más evidente, vemos a Brody como la víctima de las obsesión invasora de Carrie, que no parece tener ni límites ni ética. pero en un segundo plano, los flashbacks de Brody y su comportamiento cuando está solo nos revelan que  hay algo más oscuro y complejo por debajo de las cicatrices de guerra del soldado. ¿Quién es la serpiente pitón y la rata? ¿O estamos ante dos pitones disfrazadas de ratas? ¿O dos ratas? Sea como sea, ambos personajes protagonistas, o antagonistas según se mire, tienen más cosas en común de las que saltan a simple vista, y en su duelo psicológico podrían hallar ese entendimiento que claramente no encuentran en sus ambientes. Los dos son unos apestados;  una por no plegarse a los intereses más burócratas de unos jefes que la toma por loca en sus indagaciones; y el otro, por ser un aparente pobre alma, al que el gobierno estadounidense utiliza como herramienta para su propaganda bélica. Pero, sobre todo, Carrie y Brody son seres transformados por una guerra global iniciada el mismo día en que cayó el World Trade Center, con todas las consecuencias que esta guerra ha conllevado a nivel personal, de países, y del mundo entero... Y de la industria audiovisual de la última década, como apunta Nahum.

Como buen thriller de manual acabamos montados en una montaña rusa, cuyas cuestas se ven todavía más acentuadas gracias a unos personajes poco fiables en el mejor sentido. No podemos adivinar cuál será el siguiente movimiento de Carrie o Brody lo que hace que asistamos a cada nuevo capítulo con ojos nuevos y preparados para cualquier sorpresa. En cinco episodios emitidos de un total de doce, Homeland, no ha bajado la guardia en ningún momento, encaramándose al podio (si es que no está ya en el cajón más alto) de los mejores estrenos de la actual temporada.

Velocidad de crucero, necesaria crítica sociopolítica e interpretaciones clavadas. Si ésta es la nueva chaladura de Showtime, bienvenida sea.

lunes, 31 de octubre de 2011

The Fades, fantasmas con sustancia

Por si no quedaba claro que la BBC3 es un oasis dentro de la corporación para lo raro y arriesgado (muy en la línea de lo que hace E4, la filial de pago de Channel 4), el canal de Being Human ha vuelto a dar un giro de 360% a las convenciones del género fantástico. En The Fades, las criaturas elegidas han sido los fantasmas y los zombies y, al igual que ocurre con la serie de Toby Whithouse, ha sido un sólo guionista el encargado de repensar y construir toda una mitología en unos escasos seis episodios: Jack Thorne, un tipo que tardó nada menos cinco años en sacar adelante su idea, mientras se fogueaba con algunos de los mejores capítulos de Skins, otros de Shameless, creaba Cast Offs y coescribía This is England '86.

El punto de partida de The Fades es la típica historia de El Elegido que tantas veces hemos visto y escuchado, sólo que esta vez nuestro héroe es patético de verdad. Intentad buscarle un rasgo 'cool' sin contar con su frikismo que no lo tiene. Paul Roberts (Iain de Caestecker, Lip Service) tiene 17 años, se mea en la cama y su único amigo es Mac (Daniel Kaluuya, Pychoville, Skins), un freak de bandera obsesionado con E.T. y recitador profesional de citas cinematográficas. Muchos de los pesares de Paul vienen por ser el hermano mellizo de una de las chicas más populares e insoportables del instituto, Anna (Lily Loveless, Skins) pero, en realidad, el origen de las sábanas húmedas está en las pesadillas apocalípticas que lo asaltan todas las noches y en su  capacidad innata para ver a los 'desvanecidos' ('fades'), los espírius de aquellos que nos han abandonado pero no han conseguido completar su ascensión al más allá.

Paul cree que todo esto es un gaje más de lo que conlleva ser un pardillo hasta que en una de sus escapadas con Mac presencia la pelea entre el 'fade' John  (Joe Dempsie, Skins... parece que The CW no es el único canal que recicla actores) y Neil (Johnny Harris, TIE '86) y Sarah (Natalie Dormer, The Tudors), que resulta herida de muerte. Es entonces cuando Neil, un tipo turbio donde los haya, le informa de su verdadera condición: es un 'angelic' como él, un combatiente de esos 'desvanecidos' que están intentando romper el muro invisible que les impide relacionarse con nuestro mundo y que, por tanto, los condena a comportarse como meros espectadores impotentes de los acontecimientos que suceden a su alrededor. Los 'desvanecidos' liderados por John están luchando por hacerse visibles, materiales y tocar (vivir) otra vez sin sufrir daño alguno, mientras que Paul es reconocido como  la llave maestra que puede acabar con este problema contranatura de una vez por todas. El 'angelic' total.

Estoy harta de que me confundan con la de The Walking Dead

La serie se toma su tiempo para introducirnos en las reglas del juego y en las complejidades de los protagonistas, lo que puede resultar, o bien, demasiada información para un recorrido de seis horas, o bien, un bajada de revoluciones al ritmo de la trama. Ni todos los 'angelics' tienen los mismos poderes, ni los 'fades' resultan ser los monstruos que sus enemigos quieren hacer ver. La idea de que el alma puede llegar a pudrirse mientras está atrapada aquí abajo, dotando a los 'desvanecidos' de un aspecto zombísitico conforme pasa el tiempo, es sólo uno de los detalles que hace diferente The Fades a otras historias de fantasmas del ramo. Esto último y la noción de que no hay más infierno que un mundo en el que no puedes participar crean una cierta simpatía y compasión por los supuestos malos que, en contrapartida, no existe con el personaje de Neil. Lejos de resultar un mentor para Paul, toma el papel del fanático que vive por y para la causa y al que no le importan los efectos colaterales.

El combinar la condición de guerrero 'angelic' con la vida privada es otro de los puntos que toca la producción, quizá con más fortuna en el caso de Paul que en el de Sarah. La búsqueda que emprende el 'fade' de ésta para buscar una forma de decir adiós a su ex marido Mark (Tom Ellis, Miranda), al que todavía quiere, no termina de cuajar con el resto de líneas argumentales, en parte por ciertas incongruencias en el personaje de Mark. Menos chocante es la relación que se establece entre Paul y Jay, la mejor amiga de Anna, pero la interpretación de Sophie Wu no está a la altura en muchas de sus escenas, lo que hace que el tema se resienta también. Los hogares desestructurados de Mac y Paul y Anna, van adquiriendo importancia conforme pasan los episodios, aunque tanto el padre polícia de Mac como la madre de los mellizos quedan relegados a un forzoso segundo plano al final.

Salvo el caso de Wu y un Tom Ellis bastante pétreo, estamos ante otra prueba de la mina inagotable de actores que son las islas británicas. Lo digo sobre todo por Daniel Kaluuya, que sse dedica a robar escenas interpretando a Mac, uno de esos personajes achuchables que tiene las mejores frases de la serie,  ya sea como fiel escudero de Paul,  o como pretendiente improbable de Anna. Por no hablar de los divertidísimos resúmenes que elabora al inicio de cada episodio, razón suficiente para no saltarlos antes de encontrarse con un 'opening' que en sí mismo encierra parte del concepto de la serie.

The Fades saca petróleo de unos medios aparentemente limitados, lo que no impide una impecable puesta en escena, con una fotografía acorde con la atmósfera de terror en la que se mueven los personajes, y con unos efectos especiales nada sonrojantes, capaces de provocar más de una sensación de asco en la mejor tradición de las historias sobre muertos vivientes.

Tal y como acaba la temporada, la serie pide a gritos la renovación. Las audiencias se han movido alrededor del medio millón de espectadores, lo normal tratándose de la BBC3, así que será cuestión de esperar al día menos pensando a que lo anuncien. De lo contrario, The Fades será otras de esas producciones 'desvanecidas' cuando justo las cosas estaban a punto de pasar al siguiente nivel.

martes, 25 de octubre de 2011

Cuando la 'terra' está demasiado revuelta

Aprovechando que esta semana Terra Nova se ha ido, como casi todas las series de la FOX, al banquillo  a causa de los partidos de béisbol que está retransmitiendo la cadena del viejo zorro Murdoch, vamos a hacer un pequeño balance de lo visto en estos primeros cinco episodios. 

Que mis expectativas con la serie se encontraran a niveles que rozaban el centro de la Tierra después de tanto retraso para retocar los efectos especiales y la propia narrativa, fue lo que me hizo acoger el doble piloto con más sorpresa catatónica que otra cosa. Eso, y el pésimo recuerdo de otro de los proyectos televisivos apadrinados por don Esteban Spielberg este año: Falling Skies (la referencia es superior a mí, lo siento). El viaje en el tiempo de una familia desde el apocalíptico 2149 a la época de los dinosaurios en busca de una versión de nuestro planeta más respirable, con Sol y Luna visibles, albergaba la promesa de una epopeya de ciencia-ficción con todas las letras. Epopeya en el sentido más 'cecilbedemílico' o 'camerónico', es decir, un despliegue de dólares en cada plano de la serie. Nada menos que 20 milloncejos costó el episodio de apertura, y viendo la textura de los depredadores digitales que exhibe Terra Nova, mucho me temo que los fajos no consiguieron cruzar el portal a lo Stargate por el que los peregrinos acceden a una nueva que labrar. Los dineros, no obstante, no fueron lo único que se quedo atrás en el proceso de producción.

La propia familia protagonista, los Shannon, parecieron tomar una terapia familiar exprés para solucionar el golpe que supuso que el patriarca Jim, un policía que rompió las reglas de natalidad teniendo otro hijo en secreto con su mujer Elisabeth, acabara con sus huesos en la cárcel durante dos años justo antes de escapar y unirse a la prole en el viaje temporal. Que Jim tardase minutos en reconectar con Elisabeth como pareja y con sus hijos, especialmente el insorportable Josh, en un montaje que gritaba 'corte, corte, corte' por los cuatro costados hacía evidente que desde arriba habían instado a Brannon Braga y compañía a cambiar detalles que oscurecían la trama hacía otros derroteros más terrenales y problemáticas parentales en las que el Spielberg cineasta es un maestro.

Terra Nova se parece mucho a la británica Outcasts en su premisa de autoexilio en busca de un mundo mejor por culpa del maltrato del hombre hacia su propio planeta, pero al incluir quedaba claro que no iba a tener las mismas altas pretensiones del fallido producto de la BBC. Lo cual no quita para que tuviera un potencial de convertirse en un buen drama familiar con todo lo que un drama familiar conlleva, mezclado con una atmósfera de ciencia-ficción. En lugar, de eso, se nos presentó algo totalmente diferente y descafeinado, y muy de postal. Confiaba en que después del piloto esto fuera a cambiar poco a poco, pero los siguientes episodios no han hecho mucho más. limitándose a crear amenazas externas en los que ambos padres, él como agente del orden, y ella como médico brillante ponían a prueba sus habilidades. Los niños son una parte más de la de decoración como las palmeras y se han dado pistas sobre un posible pasado turbio del jefe del poblado, el comandante Taylor, interpretado por el villano de Avatar, Stephen Lang. Poca cosa más

Los supuestos malos, los renegados 'sixers', son un cúmulo de tópicos, claramente representados por el hecho de que no se lavan y se pintan el cuerpo y la cara. Mientras tanto,  la mayor amenaza, los dinosaurios, salen 0,3 segundos por episodio y tampoco se ha hecho demasiado por avanzar en la mitología de la serie, en el misterio de esa especie de petroglifos que parecen estar conectados con el comandante.

Con este panorama, los actores, entre los que destacan Shelley Conn (Mistresses) y Allison Miller (Kings) tienen escaso margen para lucirse, prisioneros de unos personajes a su vez constreñidos por una narrativa que no los deja desarrollarse como es debido. Muchos se quejaron de la importancia que se le estaba dando a la familia en la serie como algo negativo y susceptible de convertirse en un medio para lanzar moralina por un tubo, circunstancia que no es tan terrible aquí como en Falling Skies. Pero, en realidad, el problema está en algo tan simple como que esa familia y sus miembros no logran interesar por sí mismos quedándose, como los dinosaurios, en una ilusión de tridimensionalidad. Y, ojo que no me refiero a personajes sacados del tiesto, sino de una familia corriente con sus barreras en el día a día, y más, tratándose de un hogar reunificado en un mundo hostil.

Con unas audiencias estables en la noche de los lunes, pero lejos del bombazo que debería ser, terminaré de ver los trece episodios de esta primera temporada. Si al final es renovada, me lo pensaré a la hora de seguir con esta ficción, a menos que en los capítulos que quedan  los productores decidan volver a meter la mano en el barro para cambiar algunas cosas. Otra vez.

martes, 18 de octubre de 2011

Amanda se llamaba la bicha

La venganza no entraba en mis planes para esta temporada. Con la cantidad ingente de nuevos títulos que ver, había que hacer criba a discreción y, entre las que se fueron al hoyo de forma prematura estaba Revenge (ABC). Sin  embargo, los buenos comentarios y el entusiasmo con el que la recibieron algunos, me hicieron repensármelo y darle una oportunidad a esta historia de ricachos situada en la no menos rica zona de los Hamptons en la coste este de Estados Unidos. Y menos mal que no dejé que pasaran demasiados capítulos para empezar a verla porque, de lo contrario, estoy segura de que la serie se hubiera cobrado una 'vendetta' mucho peor conmigo enganchándome hasta límites insospechados y arruinándome el orden de episodios de otras ficciones que llevo en estos momentos.

Oh sí, porque Revenge, como todo buen culebrón, es una droga dura para quien lo prueba. Ya no digo si una tiene inclinación por este tipo de relatos enrevesados donde se pone a prueba el límite de las emociones y se espera cual águila el siguiente giro rocambolesco de la trama. El drama revelación de la noche de los miércoles bebe directamente del agua sucia de las mejores sagas familiares y sus personajes repletos de motivos oscuros que llenaron de entretenimiento horas y horas de televisión hace 30 años. TNT resucitará Dallas el próximo verano, pero Revenge  aspira en serio a ocupar el trono de culebrón en el prime time del nuevo milenio. Este año también pulula Ringer en esta lucha de perras, pero la caniche de The CW ha entendido que es mejor dedicarse a la comedia, en lugar de codearse con rottweilers mordedoras. Y no lo hace mal en su nuevo cometido.

Hay mucha mala baba en Revenge, pero se las ingenia para presentárnosla con estilo y escondiendo en la medida de lo posible esa tendencia a la inverosimilitud de los culebrones. Ya que se trata de hablar de venganza, Mike Kelley (creador de Swingtown) aprende del Conde de Montecristo de Dumas y nos trae una historia de hundimientos de reputación, cárcel, regresos amargos, y mucho dinero en el bolsillo que gastar para devolvérsela bien a los que te la jugaron en el pasado. En corto, al padre de Amanda Clarke (Emily Van Camp, Everwood, Brothers and Sisters), David, le traicionaron unas cuantas personas en las que se encontraba su amante, nada menos que la Reina Victoria Grayson de los Hamptons (Madeleine Stowe, El último mohicano). Aparentemete inocente, a David lo enviaron entrerrejas y, usando contactos, lo separaron para siempre de su hija, que fue a parar a los servicios sociales y luego al reformatorio. Más o menos como el conde, Amanda sale de chirona con las manos llenas, en este caso, gracias a un antiguo protegido de su padre, un empresario llamado Nolan (Gabriel Mann) que le regala el 50% de su imperio tecnológico y un memorando de parte de su padre recientemente fallecido en donde le explica la verdad. Llamándose Amanda y siendo rubia, ¿pensaba el pobre hombre que su hija iba a perdonar?

Años de convivir con lo peorcito de cada casa han dotado a Amanda para convertirse en un auténtica máquina de la venganza. Calculadora y helada, se crea una identidad mucho más amable y le pone un nombre adecuado: Emily Thorne, la chica perfecta, estudiada en los mejores centros, joven empresaria de éxito. Durante la serie es una delicia maligna ver cómo la mujer lo tiene todo controlado hasta el mínimo detalle y, aquí otro de los puntos fuertes de la serie, abusa de la tecnología para hacer caer a los enemigos de su padre. No sabemos cuántas horas ha pasado craneando el plan, ni cuántos rotuladores gasta al día tachando cabezas, pero el 'uno por uno' se ejecuta a golpe de clic.



En este sentido, la serie lleva en los cuatros capítulos emitidos hasta la fecha una estructura que combina el serial con el procedimental al centrarse, por un lado, en las relaciones de Emily con los Grayson, y por otro, en el desgraciado al que le tocará sufrir cada semana la ira de Emily ayudada por su fiel Nolan, un personaje del que todavía no quedan claras sus intenciones bajo ese aura de salvador de los oprimidos y humillados. Tampoco sabemos en qué instante a Emily se le irá de las manos la situación, aunque desde el mismo piloto se nos indica que algo se sale de las previsiones de la joven, al abrirse la historia con el asesinato de nada menos, el hijo de Victoria, Daniel, en la misma fiesta de su compromiso con Emily, quien se había encargado de camelárselo, por supuesto. El relato a partir de ese punto viaja varios meses en el pasado para situarnos en la intriga que llevó a esos hechos, con lo que combinado con un ritmo infernal y unas interpretaciones en su punto justo, dan lugar a una serie que ya se ha ganado la temporada completa.

La inexpresividad de Van Camp le va que ni pintada al personaje de Emily, que, si no ha quedado claro con todo lo que hace, es un personaje bastante perturbado. Vive por y para su misión, así que cualquier gesto forzado que pueda aportarle la actriz, como una sonrisa, queda tan falso y espeluznante como las propias emociones del personaje. Nunca me ha gustado hablar de empatías, pero aquí nos encontramos sobre arenas movedizas. Aunque una se lo pasa en grande viendo como el plan de Emily funciona como un suizo, también es posible que la ambigüedad moral del personaje no le garantice un apoyo total. Es decir, ¿ella es la buena de la historia y Victoria la zorra que se merece toda la destrucción? Stowe, que se ha pasado todos estos años sin trabajar en la consulta del mejor cirujano, contribuye con toda su afectación habitual a que se dude de ella en el buen sentido. Al fin y al cabo, el guión deja claro que se trata de un duelo entre una bestia sin escúpulos consagrada contra una novata con tanta hambre que en su deshumanización puede superar a su mentora. El T-1000 contra Hulk: Emily parece un robot vacía por dentro, mientras que Victoria anda desbordada, aunque no precisamente de bondad.

Este intercambio de las emociones que van asociadas a la protagonista y antogonista de todo culebrón, es uno de los aciertos de Revenge, y lo que suaviza cualquier peligro de maniqueísmo en algunas acciones. Sabemos que Victoria es mala persona, pero ¿tan mala persona como para no desear que se haga con la cabellera de Emily si es necesario? Los guionistas se encargan muy pronto de pintarle algo de gris a la malvada, ofreciendo una aventura pérfida y entretenida que le hace un lifting a uno de los grandes géneros de ficción televisiva.

domingo, 2 de octubre de 2011

La segunda estación de Cathy Jamison

ATENCIÓN: spoilers de la segunda temporada de The Big C.

Dicen que la meteorología, a veces,  tiene mucho que ver con el estado de ánimo de quienes estamos bajo el cielo, y puede que sea también el caso de la segunda temporada de The Big C. En su momento ya me pareció bastante curioso que sus creadores comentaran que iban  a hacer coincidir cada nueva entrega de capítulos de la serie con una estación del año, pero ahora se constata que la jugada no ha podido mezclarse mejor con el tono que ha dominado esta etapa.

Frente a un primer volumen veraniego, donde el buen rollismo conseguía derretir una situación tan adversa como el cáncer de Cathy, este año  las temperaturas en el barrio residencial de los Jamison han caído a bajo cero. Ya la muerte de Marlene había avisado que "winter is coming", pero aún así el otoño no pareció tratar tan mal a los personajes de Sean y Rebecca, futuros padres, a Adam que se echó novia y hasta la propia Cathy, a la que el melanoma estaba dando una tregua y la oportunidad de conocer a un amigo como Lee, que resultaba ser una compañía menos espeluznante que la del fantasma de Marlene.  Sin embargo, hacia la mitad de temporada Minnesota decidió seguir siendo Minnesota y demostrar por qué sus inviernos son tan conocidos. El tono de lo que veíamos se acercaba más hacia la tragediay todo pareció ir cuesta abajo y sin frenos:  a Adam lo dejó su novia por un asunto de ladillas y se hizo amigo con una madura con problemas intepretada por Parker Posey; a Paul, el patriarca, lo despedían de su trabajo poniendo el mantenimiento del seguro médico en jaque; y Rebecca tuvo un aborto y, por tanto, Sean dejó de tomar la medicación. Por si no fuera suficiente, Lee no parecía mejorar y Paul, además de robar de su propio trabajo para llevar dinero extra a casa, se enganchó a la coca. Como he dicho, ¿estamos hablando de un producto que concursa en los Emmys de comedia?

Y aún así se trata de una temporada donde tantos sinsabores no afectan en absoluto al resultado, mucho más convicente que en la primera temporada, en el que todo parecía recaer demasiado en la figura de la protagonista interpretada por una Laura Linney que aquí se luce de lo lindo con el drama. Los personajes van más allá de la mera caricatura, en especial Paul y Sean, mucho más cercanos quizá por todo lo que les cae encima.  Incluso novedades como la de Lee (Hugh Dany) hicieron olvidar las interacciones de Cathy con Marlene, aunque parece que Miss Jamison debe ser gafe para sus cercanos o algo. No bastó con la muerte de la vecina que este año también cayó la del recién llegado compañero de cata de vinos y fan de los maratones. Estaba claro que el final de Lee iba a ser ése, pero no se veía venir un último adiós tan emotivo y honesto en el que Cathy estuvo con él hasta el último aliento. Con esa despedida, el apartado de bajas estaba más que cubierto por este año. Sólo hacía falta que una Cathy nuevamente reconciliada con su hermano Sean corriera la maratón que le había prometido a Lee como última voluntad para echar el cierre a una temporada redonda. Cuánta equivocación.

Las señales de la deblace se habían ido mostrando a lo largo de los capítulos anteriores, pero quizá fue la poco misericordia en eliminar otro personaje lo que más chocó en la muerte de Paul, vícitima de un infarto inducido por esa última raya combinada con la desesperación con la aseguradora. La crítica al sistema de salud estadounidense está ahí presente cuando Paul consigue llegar a tiempo para ver a su mujer derrumbarse sobre la meta... en compañía de los fantasmas de los otros dos fallecidos. Y Cathy pensaba que habían venido todos (menos Andrea) a verla...

¿Conseguirá la primavera levantarnos a todos la moral?

martes, 27 de septiembre de 2011

Pan Am, un piloto que sí va por las nubes

Después del fiasco que supuso la apuesta sesentera de la NBC con las conejitas, había que subirse en el jet de la ABC, que también echa mano de los iconos de la época y saca del baúl los uniformes de las azafatas de una de las aerolíneas más famosas del mundo: la Pan American World Airways, la Pan Am, que hace exactamente 20 años fletó su último avión víctima de los números rojos. La compañía  vivió después un par de intentos de vuelta, pero Pan Am se centra claramente se centra en su etapa de esplendor, de cuando era la referencia en tecnología aeronáutica y otros competidores, como la TWA del mismísimo Howard Hughes (el de la peli de Scorsese y DiCaprio), se esforzaban en hacer un poco de sombra al monopolio que ostentaba en el espacio aéreo transatlántico.

Pero la serie no pretende convertirse en un retrato fiel de los intríngulis comerciales de la Pan Am, sino evocar a la nostalgia de unos años, los sesenta, en los que reinaba el optimismo gracias a la buena marcha de una economía por fin recuperada de sus achaques tras el fin de la II Guerra Mundial y con unos Estados Unidos que confirmaban su posición de súperpotencia en Occidente. Ese buen ambiente era el caldo de cultivo ideal para la venta de ilusiones y, por entonces, no había mayor ilusión que la de montarse en un avión y ver el mundo. Volar se convertia en un ritual místico y excitante que unos pocos se podían permitir, en el que pilotos y azafatas eran testigos privilegiados y envidiados por los que se quedaban en tierra. Ambas profesiones, además, traían consigo una imagen de progreso, libertad y riqueza atractiva para niños y, sobre todo, niñas (esa imagen de la pequeña frente al puente de embarque). La promesa del glamouroso "hoy me acuesto en Nueva York y mañana me levanto en Tokio" ofrecía una oportunidad de evadirse de la rutina de madre y esposa a la que se veían abocadas las mayoría de las jóvenes con posibles de la época y suponía una buena fuente de ingresos para las más modestas. Convertirse en azafata (y más de la Pan Am) era, en definitiva, el trabajo soñado en la Gran Manzana de 1963, año y lugar de arranque de la serie.

El piloto de Pan Am cumple a la perfección a la hora de presentar este panorama de escapismo y a sus protagonistas, unas azafatas que son reflejo de muchos de los cambios sociales y fantasías de las mujeres de entonces. Por un lado, se encuentran las dos hermanas Laura y Kate  (Margot Robbie y Kelli Garner), la primera, una chica dócil recién salida de su burbuja de futura ama de casa de suburbio, animada por la segunda, claramente la oveja negra de la familia por vestir el uniforme azul de la Pan Am y que encima es reclutada por la CIA para actuar como mensajera en plena Guerra Fría.  Por otro lado, está la pizpireta Maggie, interpretada por un Christina Ricci recuperada para la televisión tras Ally McBeal, de la que en este primer capítulo se dan pocos datos, pero que aparenta la típica universitaria neoyorquina con inquietudes políticas. Y en último lugar, está el personaje de Colette (Karine Vanasse), una francesa que encarna el viejo mito de la azafata con relaciones sentimentales difíciles.



Usando flashbacks de una forma muy orgánica se nos van presentando estampas del pasado de todas las chicas que ayudan a situarlas en el momento presente a la vez que ayudan a aumentar su interés como personajes. Pero la mirada no sólo se dirige a las reinas de la cabina de pasajeros, sino que también se centra en los mandos del avión. El piloto Dean (Mike Vogel), al igual que Kate, apunta a que llevará el peso de la trama de misterio y espionaje de la serie, que de momento se ve eclipsada por un increíble despliegue técnico destinado mostrar el ritmo de vida de las azafatas y el lujo de los recién estrenados Jet Clippers de la aereolínea. El diseño de producción se eleva a niveles insultantes y se ve animado por una estupenda selección musical plagada de clásicos, con Sinatra a la cabeza, que se funde con el tono alegre de la serie. Sin duda, estamos ante una serie cara (se comenta que el piloto costó 10 millones de dólares), pero que los buenos ratings de su estreno en la ahora infernal noche de los domingos pueden hacer que se mantenga en parrilla. Hacen falta series como ésta en una 'network' y ahora que la cadena del abecedario dirá adiós a Desperate Housewives esta temporada puede aliviar el frente de los costes que le acarrea esta apuesta.

Por ahora, todo resulta muy de color de rosa en Pan Am, pero tampoco se han dejado de lado referencias a la cara menos amable ¿y real? de la situación que se nos presenta en pantalla (esas fajas obligatorias, la renuncia forzosa al puesto de trabajo una vez casadas...).  La serie tiene todos los ingredientes de una producción entretenida y ligera, pero cuenta con unos personajes con capacidad para equilibrar la balanza de excesos de la 'beautiful life' en próximos episodios. Pero en un mundo donde las propias aerolíneas se esmeran en recordarnos las miserias de volar, nunca está de más una historia que nos recuerda un tiempo en el que ocurría lo contrario.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El fantasma de Fringe

Si lees esta entrada sin haber visto la premiere de la cuarta temporada de Fringe, y sin haber terminado la tercera de Alias, puedes quedarte atrapado una dimensión de spoilers para siempre.

Ahora que lo pienso, podría haber hecho un desglose de cada una de las tres primeras temporadas de Fringe, pero el maratón que corrí fue tan duro que quedé exhausta y me ha pillado el toro del estreno de la cuarta entrega. Así que en esta entrada iré un poco por encima de todos los sucesos que han pasado.

No diré nada nuevo si digo que la segunda temporada es mi favorita. Sobre todo, por unos últimos doce episodios que no hacen más que correr hacia adelante llevando a los personajes hasta situaciones que los obligan a enfrentarse a un pasado que ha determinado lo que son ahora. Pensaba que poco más se le podía pedir a Fringe después de esa colección de episodios inciada por 'Johari Window' (2x12) hasta 'Over There Part 2' (2x22), pero la historia cruzó al otro lado y forzó de nuevo a sus protagonistas a luchar, pero esta vez contra versiones paralelas de sí mismos que no son más que una materialización de sus propios miedos, defectos, o carencias. Sin ir más lejos, ahí está esa Olivia pelirroja, desinhibida y muy segura de sí misma que se filtra en la vida de la Olivia que nosotros conocemos, en lucha constante por saber abrirse a los demás, pero también más prudente y compasiva que su alter ego.

La brillante primera mitad de la tercera temporada se encargó de poner la semilla de la duda entre aquí y allá, entre quienes pensábamos que eran los malos y quienes parecían los buenos. Por momentos, me vi apoyando la causa de Walternate, un tipo mucho más maquiavélico que Walter, pero con una buena razón para hacer lo que hace.  Tampoco ayuda, claro, que tanto Noble como Torv también lo borden cuando se meten en la piel de los dobles.

Quizá sea la falta de doppelgänger con el que comparar, o más probablemente, un descuido del guión, lo que ha ido lastrando a Peter al contrario de lo que ocurre con los demás. Para tratarse del personaje central, motivo (nada más y nada menos)  por el que se ha roto el equilibrio entre realidades, no he visto ninguna evolución en su personaje aparte de la relación con su padre y su progresiva apertura mental con los acontecimientos que sucedína a su alrededor. Ojo, que no es poco, pero tampoco es suficiente para que la palabra 'plot device' no aparezca en escena al mismo tiempo cuando lo hace él y, mucho más, desde que se le ha colgado el cartel de elegido en el giro más Alias que ha tomado toda la serie. Jugar con elegidos supone un riesgo, y es que ése elegido tiene que demostrar algo por lo que es el elegido, de lo contrario, no resulta convincente como tal. Ya que he mencionado la serie de espías, y en Fringe no se cortan con las referencias (ese manuscrito), siempre he pensado que las claves del personaje de Sydney Bristow se han dividido entre Peter y Olivia. Así, el primero obtiene todo el aspecto profético del personaje y la disfuncional dinámica con su padre, mientras que la segunda, además de la pérdida de seres queridos (prometidos y madres), se queda con toda su capacidad profesional y  una infancia dura en la que no faltaron los experimentos secretos de los que la niña no se acordaba. En Olivia, incluso, se advierten funciones de 'Pasajero' similares a las de la hermana de Sydney, Nadia.

El problema está en que no hay carisma en Peter que compense el hecho de que Olivia se lleva gran parte de las cualidades, porque aquí queda claro que ser el centro de todo no suma si no has mostrado de antemano que tienes más cosas en la cartera. Hasta la tercera temporada vi a Peter simplemente como el interés amoroso de Olivia, aunque aquí también tengo mis reservas, porque se le intenta dar un sentido de romance épico que no se sostiene porque no hay nada que lo avale en pantalla. Otra vez, vuelvo a Alias. Puede que el personaje de Vaughn no fuera el más interesante por sí mismo, pero adquiría sentido a través de su historia con Sydney, que resultaba muy creíble porque venía refrendada por escenas donde se mostraba una complicidad que iban in crescendo. En Fringe intentan construír esto de forma más sutil (tan sutil que parecen hermanos durante gran parte de la serie), pero no funciona porque no hay picos de tensión que lo preanuncien. Aquí se limita simplemente a pasar y lo hace de forma muy poco natural y, con líneas de diálogo que hablan de algo que no se ve.

Por eso, ahora que la cuarta temporada de la serie ha comenzado reseteando su disco duro de forma prometedora, tengo la expectativa de que la pregunta  "Where's Peter Bishop?" no se quede en un simple "Who killed Rosie Larsen?" de excusa. Además de arreglar de forma convincente el borrado espacio temporal hecho por el Observador, y de sacar al personaje del estado fantasma literal en el que se encuentra ahora mismo, los guionistas también podrían aprovechar para darle un poco más de vida a Peter y hacer sudar un poco a la interpretación de Joshua Jackson.

martes, 20 de septiembre de 2011

Pilotando The Playboy Club: De exclusivo, nada


"Don't let the fluffy tail fool you". Hasta el estilo del lema promocional es único.

La NBC nos ha dado la llave del primer club que Hugh Hefner abrió en su Chicago natal allá por 1963 y, contra todo pronóstico, hemos encontrado un local frío, casi helado glaciar. Al tratarse de un drama de network,  no esperábamos tampoco que The Playboy Club fuera un fiel reflejo en la ficción de toda la lujuria que implicaban las conejitas del viejo Hef en la época, pero se ha quedado muy lejos de unas expectativas moderadas. El ínfimo aprovechamiento de la erótica, no obstante, es la punta del iceberg de un piloto que hace aguas por todas partes y no es capaz de disimularlo.

Desde el trailer mostrado en los 'upfronts' de mayo, se ha hecho muy difícil deshacerse de la sensación de que algo no estaba bien en el reparto de la serie. Y no me refiero a Amber Heard, que, por físico resulta verosímil como Maureen, la conejita recién llegada al club, sino al portagonista masculino, Eddie Cibrian. A Cibrian le toca interpretar a Nick Dalton, el típico abogado triunfador, archiconocido, con ambiciones políticas y con conexiones con la mafia que, supuestamente, tiene que provocar un coma profundo a cualquier mujer que se cruce en su camino. La seducción se queda en intento frustrado (prueba: estoy despierta) porque la responsabilidad del papel le queda enorme a un actor al que la frente le debe estar doliendo de tanto fruncirla para dar la impresión de tipo interesante con peligro. La sombra de Jon Hamm con su Don Draper de Mad Men es alargada y los responsables de casting debieron quedarse con la peor de las coplas al adjudicarle el personaje a Cibrian. Es probable que en manos de otro actor, y con otro peinado,  Dalton no hubiera tenido esa fachada de remedo de Draper, que hunde más la imagen de la serie con vistas a callar bocas en las comparaciones con los publicistas de Matt Weiner. Tampoco está de más destacar que el efecto nocivo se multiplica al ser su presencia bastante notable en este primer capítulo donde, en general, el nivel de actuaciones se mueve en el aprobado raspado.

Maureen se ve envuelta desde los minutos iniciales en una trama de asesinato al cargarse en defensa propia al capo mafioso de la ciudad, que pretendía violarla. Dalton que, claro está, ya le había echado el ojo a la conejita, la ayuda a deshacerse del cadáver, beneficiando de esta forma a su carrera para fiscal del distrito, porque, casualidad, el muerto era también su padrino en la familia y eso no queda bien. A partir de ahí, es natural que los esbirros del mafioso, se pasen por el club a hacer (poca) presión, mientras vemos como se empieza a desarrollar paralelamente una tensión de celos entre la novata Maureen y Carol-Lynne, la conejita estrella y amante de Dalton, que ve amenazado su puesto en las dos madrigueras.



Para lo que exige una historia de este estilo, la ambientación resulta demasiado aséptica. The Playboy Club necesita más suciedad, más garra sitúandose nada menos que en una Chicago heredera de una tradición criminal. El piloto no hace más que insistir en que el club y la mansión representan un bonito escape de la realidad  de aquellos años y, aunque se ve un esfuerzo en ver cuál es esa realidad, queda eclipsado por escenas que, por repetitivas, hacen que la fantasía resulte de plástico. Quizá no era necesario que el primer capítulo viésemos fiestas en el club y la mansión animadas ambas por unos jóvenes Ike y Tina Turner. Quizá hubiera estado mejor ahorrarse algunos cartuchos de glamour para más adelante, y así no dejar el tema de la organización clandestina de activistas gays en una subtrama diseñada a conciencia para cubrir de aquella manera la cuota histórica de la serie.

Los pésimos 5 millones de espectadores y 1.5 de rating en la demo levantados por la premiere no auguran mucho margen de mejora a esta producción con la que el pavo de la NBC esperaba lucir plumas tras un lustro de humillaciones en parrilla. Que no se diga que esta vez que la cancelación vino por la controversia de enseñar carne en la franja de las 10 de la noche.