
Es como si de repente al canal de cable, conocido por la gran calidad de sus ficciones, le diese por quitarse los Manolos y calzarse unas Converse, que, sin perder ese toque trendy, son casual y están al alcance de bastantes más bolsillos. Esa sensación me deja el visionado de la primera temporada de
True Blood, un drama que
rompe con toda esa imagen de alta costura televisiva a la que la 'eichbiou' nos tiene acostumbrados y nos presenta cómo es la línea prêt- à-porter, asequible, del canal. Un entretenimiento sin pretensiones, con aires de folletín, concebido para ser administrado directamente en la vena del espectador.
Cuando se filtró el piloto, enseguida se levantaron voces preguntándose si Alan Ball, ese genio capaz de crear
Six Feet Under, había perdido el norte o si quizá el vampiro Bill Compton le habían chupado toda la sangre que tenía en el cerebro. A primera vista, adaptar una serie de libros de misterio protagonizada por una telépata enamorada de un nosferatu de 140 años no entraba dentro del estilo del autor de
American Beauty, y menos de la HBO de Tony Soprano, David Fisher, Ari Gold, Tito Pullo y otros tantos personajes carismáticos. Eso debieron pensar muchos de
los críticos que desangraron la serie, desilusionados ante las expectativas creadas.
Y, ¿si la Home Box Office y Alan Ball se cansaron de análisis sesudos de la naturaleza humana? Porque precisamente eso no ofrece
True Blood: todo es obvio, nada se deja a la imaginación, y la crítica social está tan en la superficie que si no aparece plasmada tal cual en el guión, los personajes se encargan de recordarlo ya sean con sus frases o actos.
¿Qué hay más tópico que el sur de los Estados Unidos para hablar de los derechos de las minorías? Antes, negros contra blancos. Ahora,
humanos contra vampiros bebedores de sangre sintética supuestamente integrados en la sociedad. Sólo viven de noche y tienen colmillos (a diferencia de los desdentados 'crepusculares' de Stephenie Meyer), pero pululan por ahí. Hay gente que no los quiere en sus bares, del mismo modo que hace 60 años no quería compartir el mismo autobús con una persona de raza negra. De igual manera que el ficticio pueblo de Bon Temps es un nido de cazurros sureños obsesionados con el sexo, tal y como nos muestra la mente de la camarera Sookie Stackhouse cuando se asoma sin querer a las cabezas de sus vecinos.
Precisamente, la presencia del sexo, el realismo de los tugurios ultracutres en los que se mueven humanos y vampiros, y unos diálogos sin pelos en la lengua es lo que nos recuerda que estamos ante la HBO y no en la CW. Porque son capaces de colar un plano tronchante de un periódico en el que informan de que Angelina va a adoptar un niño vampiro (¿os imáginais?) y, acto seguido, una madre completamente borracha le mete un botellazo en la cabeza a su hija negra que, encima se llama Tara, como la plantación de 'señorita Escarlata'. "¿Qué madre negra es tan imbécil de ponerle un nombre así a su hija?", dice Tara (Rutina Wesley), la mejor amiga de Sookie.
Tara, con sus ademanes exagerados de 'black power' y ese 'aha' intercalado en cada palabra, es el contrapunto que necesita el espectador para olvidarse de la presencia de Sookie, porque, uno, no se puede concentrar tanto panfilismo en una sola persona; y dos, no puedo con las caras de Anna Paquin, de la que
no entiendo cómo se pudo llevar el Globo de Oro. Como el vampiro Bill Compton (Stephen Moyer), Sookie es una outsider dentro de la comunidad en donde vive ya que su habilidad de leer mentes le impide relacionarse con normalidad. Hasta que llega el chupasangre

y la chica no puede saber si está pensando en llevársela a la cama en ese mismo instante. Compton es opaco y tremendamente atractivo en el sentido romántico de la palabra, ya que pasa de relacionarse con los de su especie y bebe sangre embotellada del sabor 0 negativo. Por eso él y Sookie congenian desde el minuto uno en que se conocen.
Si con la chica Stackhouse congenia, no se puede decir lo mismo con el hermano, Jason (Ryan Kwanten),
símbolo descarado de todo el paletismo de Bon Temps, cuyo odio hacia los vampiros está fundamentado básicamente en que los nosferatu son más hábiles en la cama que él, y por eso, todas las mujeres del pueblo ofrecen sus yugulares a los no muertos.
¿Y qué decir de Lafayette (Nelsan Ellis)? Hombre pluriempleado donde los haya: traficante, chapero con aires de reina y cocinero. Todo él es tan excesivo que junto con Tara y Jason protagoniza las escenas más divertidas de la serie, en la que el misterio de los asesinatos avanza con cuentagotas sin que parezca que ocurra nada demasiado importante, pero sin que tampoco nos podamos levantar del sillón para ir al baño.
En resumidas cuentas,
True Blood es adicción de novelas por entregas, de esas que se leen en los asientos del bus o del metro, y que Alan Ball se ha atrevido a trasladar a la élite de la televisión por cable.